viernes, 15 de agosto de 2025

Imagen: Danny David Entenza

Pan de piedra

Seis crónicas sobre mi tiempo en el Servicio Militar Obligatorio en Cuba, publicadas en la revista cultural independiente Árbol Invertido y en las redes sociales.

Nota: Los nombres de personas en las seis crónicas, excepto los de mi familia, son ficticios, y algunos giros de conversación también están tratados de otra forma. Después de casi medio siglo es imposible retener nombres y frases literales. Pero, la historia es real, contada con toda la exactitud que permiten los recuerdos.

I

¿Qué coño haces aquí?
(Crónicas del Servicio Militar en Cuba)

Imagen: Danny David Entenza.


El camión cargado de jóvenes corría por la Carretera Central huyéndole a las maldiciones que había dejado atrás. Maldiciones y conjuros de madres, padres, novias y novios, que veían como partes de sus vidas se alejaban en el monstruo verde olivo. 

Hace 48 años, saltando en el camión con cada bache, y en contra de mi voluntad, me llevaban al Servicio Militar Obligatorio.
Mi curso académico en la secundaria básica había sido, digamos que aceptable, no excelente; el hijo de un pastor bautista y una misionera no podía estar haciéndose ilusiones de una carrera superior, al menos de aquellas que me gustaban, como marino mercante o músico.

Marino mercante era una utopía; está claro que el tamiz era estrecho y yo, con padre religioso y, además, ex preso político, ni pensarlo.
 
La carrera de música me la quitaron descaradamente frente a un jurado que no pudo entender que mi examen había sido casi perfecto. Tengo buen oído, y no me dieron la beca por pertenecer a círculos religiosos. Me enteré al otro día, porque una profesora era buena amiga de mi familia.
 
No me dieron becas ni Pre Universitario, y sin poder chistar, fui parte del llamado 14, en julio de 1977.
La prueba médica había sido buena, y la entrevista fue mejor.
—Edad.
—17 años.
—Vicios.
—Ninguno.
—¿Profesa alguna religión?
—Sí, religión cristiana. Mi padre es el pastor de la iglesia bautista.
—Ah, no jodas. ¿Eres pájaro?
—No, no lo soy, y de hecho, afuera hay par de jevitas esperándome. (Era cierto)
—¿Y las cristianas tiemplan? 
—No sé con usted. Tendría usted que ir a la iglesia, bautizarse y tratar, entonces, de responderse esa pregunta.

Eran los años 70's, cuando no sabíamos qué eran los derechos humanos ni civiles. Esas preguntas se las hacen hoy a un pre-recluta y en segundos hay una protesta por las redes sociales y demandas por maltrato. Pero la Internet no se había inventado; éramos ignorantes analógicos.

Quizás por desorden y falta de profesionalismo de los guardias que tomaban nota, mi expediente no fue computado como "tipo clase peligrosa" esa vez e, increíblemente, a pesar de todo lo que dije, desviaron mi vida hacia una unidad militar en Matanzas. Todo estaba acomodado para experimentar el hartazgo de mierda más grande para un joven cubano: el Servicio Militar Obligatorio.

Ya escuchaba música "rara" y me creía un hippie pacifista que se llevaban a la guerra, tarareando música psicodélica que ya había incorporado a mi panteón. Años después, cuando vi la película "Hair" me sentí identificado.
 
En Matanzas comenzó la preparación previa. Cuarenta días corriendo con un fusil, gritando sandeces y cavando trincheras. Una pesadilla poco inteligente que ni siquiera era buena preparación militar. Allí estuve como uno más, entre nuevas amistades que guardaron mi secreto de ser hijo de un “cura”.
—Un día te van a tronar —me decían. 
Exacto. Una tarde, estando en el pelotón de cuarteleros (limpieza de albergues), entró el jefe de batallón con tres o cuatro militares de menor rango.

—Muchachos de mierda, carajo, parecen putas limpiando. Vamos a ver si cuando se los lleven para Angola van a tener esas caritas de pendejos. A ver, ¿de dónde eres? Comenzó a preguntar a cada soldado.

Soldado 1: 
—De Santa Clara, mi coronel.
—¿Y tu familia de qué vive?
(Mis compañeros no pudieron evitar mirarme de reojo, cosa que advirtió el coronel.)
—Tú, ¿de dónde vienes? 
—De Sancti Spíritus, coronel.
—¿Su familia de qué vive?
—Mi padre es pastor de la iglesia bautista de la ciudad y mi madre es misionera y pianista en la iglesia.
(Silencio tóxico por varios segundos)
—Pero, ¿y tú qué cojones haces aquí? ¿Qué pinga es esto?
—Bueno, coronel, usted sabrá. En mi entrevista dije todo lo concerniente a mi familia, y estoy seguro de que lo anotaron.
Los oficiales acercaron sus cabezas y susurraron algo que no pudimos escuchar; en segundos se largaron.

Los tres o cuatro del equipo de cuarteleros me dijeron: Te jodiste, mi socio. 
Nací demasiado temprano. Cuántas fotos del momento hubiera tomado con un móvil. 
No demoró una hora el segundo oleaje. Un flaco con grados entró al albergue.
—¿Quién es Hermes Entenza?
—Yo.
—Sígame. (Fue decisivo para mí ese "sígame” a secas. Con los guardias cualquier diálogo termina en "soldado", pero conmigo lo obviaron.)
Me encerraron en una habitación llena de banderas, fotos de Fidel, diplomas inmensos y casquillos de balas barnizados que descansaban sobre un buró barroco bastante anacrónico para una oficina, algo que nunca he podido olvidar ni explicarme la razón de ese mueble.

En esos sitios siempre hay más de un interrogador y, por lo general, uno aparenta ser más amable. La estrategia de ese tipo es que veas en él a una persona confiable.
Minutos antes en el albergue, había lustrado mis botas rusas, preparado para cuando me llamaran. Sentado en una butaca, mis botas eran las únicas limpias en la oficina y eso me entretuvo un poco.

—Entenza, ¿dónde tiene escondida la Biblia?
—No traje Biblia, no vine a eso.
—¿A qué vino entonces?
—Vine, desdichadamente, a cumplir los tres años de Servicio Militar que me tocan, no a leer la Biblia, que me sé de memoria.
—¿Sabes que estás en tremendo rollo? ¿Qué vas a hacer en la guerra, vas a matar?
—No, no voy a matar a nadie, no forma parte de mí el matar personas.
—Te consideras cristiano. Ustedes, los “curitas”, son la lacra que nos queda, y aparecen en todas partes haciéndose los buenos.
El “buena gente” me miraba con una sonrisa que a primera vista parecía noble.
—Yo no soy curita, soy bautista, un joven normal, que desea estudiar y hacerse un hombre de bien. Nada más.
—No sé si eres bautista o cura; para mí es la misma mierda, gente que no cree en la Revolución y está a favor del enemigo.

El “buena gente” habló:
—Bueno, bueno, Entenza, entendemos que viniste por alguna equivocación. No puedes ser parte de las FAR con esa historia familiar. Tendrás que esperar aquí, sin participación en los ejercicios, a ser trasladado para el Ejercito Juvenil del Trabajo; allí, con tu altísimo nivel educacional que te dio la Revolución, podrás dar clases de español.
—Qué clases ni un cojón —gritó el jefe—. Que trabaje como un mulo y se haga hombre, que para eso se nace en este país. Lárguese.

El “buena gente” me acompañó a la puerta. En ese momento sentí que la oficina crecía en dimensiones espantosas, y que el buró barroco, el único mueble que existía en el paisaje brutal e inmenso, cobraba vida y se acercaba como un tanque de guerra T–34. Los dos oficiales estaban a muchos kilómetros, y la puerta enorme se abrió mientras las manazas del buena gente se estiraron desde cinco millas y me indicaron el camino. ¿Las puertas de la percepción? Quizás, pero el soldado Entenza aún no había leído a William Blake ni a Aldous Huxley, y posiblemente tampoco había escuchado a The Doors.

—¿Te tronaron? —preguntaron mis amigos del albergue:
—No sé   —contesté—. Posiblemente.

Familia Entenza. Disney Martínez, Miguel Entenza, 
Jonathan Entenza, Otoniel Entenza y Hermes Entenza.

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 II
“Ustedes son muy raros” 
(Crónicas del Servicio Militar en Cuba)

Imagen: Danny David Entenza.


Con 17 años yo era un lector hambriento, claro, de los típicos libros escritos para la etapa juvenil. Mi madre se encargó de crear mi propio librero, donde reposaban aventuras y novelas fantásticas.
Allí estaba la colección de cuentos infantiles de la editorial argentina Billiken, todo de los Hermanos Grimm, Julio Verne, Emilio Salgari, El Tesoro de la Juventud, La Edad de Oro, Mitos y Leyendas de la Antigua Grecia y muchas otras joyas. Recuerdo la edición de Los Tres Mosqueteros, grandota y a dos columnas, con unos dibujos que ahora me recuerdan un poco a los grabados de Doré. Pero en los momentos del llamado al servicio militar, mi favorito era Las Aventuras de Tom Sawyer, y Huckleberry Finn. Ya había leído el primer tomo de El Conde de Montecristo, de Alexandre Dumas, que acababa de salir a la venta. Recuerdo su cubierta blanda y rosada con una espada que cambiaba su diseño en cada tomo. Después, cuando salí del caos del servicio militar, mis padres me indicaron lecturas "superiores", comenzando por Los Miserables, de Víctor Hugo, pero eso sería un futuro para el joven soldado.
Después de aquella conversación en la "oficina grande", estuve tres meses en la unidad militar de Matanzas fungiendo como cuartelero. Me negaron los pases porque yo estaba en un limbo militar. Allí pude ver, con los ojos descansados por haber salido de las marchas de 6 horas, la verdadera vida de un guardia "7 pesos", y su soledad existencial frente a un mundo lleno de improperios, consignas y peligro latente de ser levantado de madrugada con destino a la balacera en Angola. 

Pude ver a un muchacho campeón nacional de natación antes de ser reclutado, traicionado por los nervios debido a que lo pelaron al coco días antes de un supuesto viaje al extranjero para representar a Cuba; viaje que le fue negado por estar cumpliendo el SMO, y por temor a que el chico desertara. Lo llevaron al hospital psiquiátrico por atentar contra su vida par de veces, y nunca más supimos de él.
En las tardes me fugaba de la unidad y caminaba por veredas que conducían a la libertad. Era triste toparse con jóvenes libres de la carga militar. Un día me fui con par de socios a la playa Buey Vaca, y juré que nunca más iría. Allí, a pleno sol, había parejas de jóvenes felices, estaban las muchachas más bellas del mundo con sus novios melenudos; yo, pelado al rape, con un ridículo moñito, como un niño de 5 años, sentía que mi autoestima se enterraba en la arena y se perdía en las entrañas de Cuba, rodeado de minerales y huesos de mambises. Miraba a las muchachas de reojo, y ellas advertían que yo era un puñetero guardia del servicio militar.

Los militares de graduación me llamaban "el curita"; eso me daba ira y, a la vez, un sentimiento de desarraigo que siempre he cargado.
No recuerdo cómo supe que el segundo tomo de El Conde de Montecristo estaba en venta en las librerías de Cuba. Yo no podía salir lejos de la unidad, pero necesitaba un aliciente para sobrevivir y la lectura me hacía bien. Busqué al "buena gente" y le pedí un pase corto, simplemente para ir a la ciudad, pero me dijo que no. No tuve más opción que subir a ver al político directamente a su cueva.

—Soy Hermes Entenza, el guardia que espera traslado para el EJT. Necesito un pase de pocas horas para ir a la ciudad de Matanzas.
—¿Qué va a hacer en Matanzas?
—Mire, me han dicho que en librerías está en venta un libro que necesito. Es la segunda parte de El Conde de Montecristo. 
—¿Te gusta leer?
—Sí, mucho.
—Pero, si te dejo ir, ¿no te irás fugado a tu casa? Sería lo más jodido que podrías hacer, porque tu situación es bastante complicada. 
Le quise preguntar la razón de tanta complicación en mi vida, pero preferí no ahondar en las razones.
—Vengo en cuatro horas, quizás cinco.
—Ok, pero no vas a ir solo. Tu caso, por ser hijo de un pastor (el tipo sabía la diferencia entre un cura y un pastor) es de esperar que vayas a la iglesia de Matanzas. 
—Mire ...
Me interrumpe.
—Dale, vete ahora; irás con la sargento Maritza.
La sargento Maritza era el mito de los guardias; una mulatica con el cuerpo de la Diana Cazadora, ojos de gacela triste y el traje militar le quedaba de maravillas. Estaba en el imaginario de cada soldado de la unidad porque se comentaba que se acostaba con los militares de alto rango, y que había sido la amante de varios generales. Además, era famosa por fogosidad con los hombres y por su carácter extra seco. 
Salimos en la guagua local hasta en centro de la ciudad. Hasta que llegamos al parque central no me dijo una palabra.

—Si te fugas vas preso. No sé qué vas a hacer, pero voy a ir a visitar unas amistades, y si cuando regrese no estás aquí, soy yo la que te va a cazar como a una jutía. 
—Yo voy a aquella librería. Cuando compre el libro que quiero me sentaré en un banco a esperar.
—¿Vas a comprar un libro?
—Sí.
La espada de la cubierta la divisé en segundos. Compré el libro y en menos de 10 minutos estaba leyendo sentado en un banco. 
—¿De qué es eso? —me preguntó al llegar. 
—Un libro de aventuras, de venganzas y de amor. ¿Tú lees?
—Na. Nunca he leído un libro completo. 
Le expliqué de qué iba, de un tipo llamado Edmundo Dantés que fue traicionado por sus amigos.
—¿Tú eres el que va a la iglesia?
Le contesté que sí. Le expliqué que mi rollo en la unidad militar no era mi culpa. 
—Ustedes, los que van a la iglesia, son gente rara, y los que te mandaron para acá son brutos, porque no supieron clasificar tu caso, y eso te causó problemas. 
—Porque no leen —le respondí.
—Yo no leo y no soy bruta —me responde.
—Pero si lees, vas a conocer el mundo.
Le conté la historia de Tom Sawyer y su amigo Huck, dos muchachos rebeldes que vivían flotando en el río Mississippi.
Ahí exhibió sus ojos de gacela tristona.
—No, deja —me dice casi sonriendo—. El mundo no me importa, y el Misisipi ese, no sé dónde está, ni quiero saber. Ya te dije, ustedes son muy raros.

Llegando a la unidad militar se marchó con aro, balde y paleta, sin despedirse. 
Ya se había regado la bola en el albergue de que había salido con Maritza.
—Coño, asere, te la llevaste.
—No, ella me llevó a mí. Compré el libro.
—¿Y no se puso sata contigo?
—Claro —les dije con orgullo—. Pero no pasó casi nada, solo nos abrazamos y nos dimos un beso de piquito.
—Cojone, voy a decirle al político que quiero comprar un libro, para ver si me acompaña la sargento Maritza.

Hermes Entenza con sus padres. La Habana, 1963

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III

“Podrir  parejo” 
(Crónicas del Servicio Militar en Cuba)

Imagen: Danny David Entenza.


Mi abuelo Ciro lo perdió todo cuando la expropiación de empresas y negocios particulares que el gobierno realizó en los años 60's, destruyendo la economía del país. Poseía mercados, almacenes y una línea de venta de helados por toda la provincia de Las Villas y en La Habana. Al perder la "Casa Ciro", solamente pudo retener su Opel Kapitän 1958, con el que se dedicó al alquiler de viajes desde Santa Clara, Caibarién y La Habana. Montar en el Opel era escuchar más de 20 veces "Toda la vida, estaría contigo, ya no importa en que forma, ni cómo ni dónde, pero junto a ti". Fue una maravilla viajar con el abuelo.

Cuatro meses esperé en la unidad militar de Matanzas mi traslado, soñando que junto a mi novia, paseaba con el abuelo en su flamante carro, cantando al unísono sus viejas canciones. Pero llegó la hora de partir. Dejaba atrás las FAR (Fúgate, Amigo Recluta), y me dirigían al EJT (Enfermo, Jodío y Trabajando). Imaginaba el ex soldado que dejando atrás el achicharramiento militarista la cosa iba a mejorar; pero nada es como soñamos.
Una mañana me dijeron: "Prepara tu maletín, que hoy te largas". 

Después de despedirme de mis camaradas de albergue y recibir algunos regalos, entre ellos una rueda de cigarros populares (ya había aprendido a fumar, como legado de las FAR), el sargento José me esperaba con los papeles del traslado. 
—Vas conmigo hasta Santa Clara —me dijo en buena forma.
José (Remollete le decían, porque no tenía cuello) no era mala persona, aunque yo hubiera querido que me acompañara Maritza, por supuesto. 

Tomamos la guagua Hino y el tipo, agradable, me preguntó mil cosas de religión. Él era santero "tapiñao" y pensaba que yo iba a criticar sus creencias, pero cuando escuchó mi favorable opinión, fue más camaraderil.
Remollete tenía una querida en Santa Clara, y hacia su casa fuimos.
—Espera aquí en la sala, voy a templarme a la jeva, y después nos vamos a la jefatura del EJT.
Mientras templaba, vi que mi expediente estaba en la carpeta que había dejado mi lado, y lo abrí. 
"Hermes Entenza Martínez. Hijo de religiosos contrarrevolucionarios. Criterios desfavorables sobre las FAR e influenciado por su familia a causar daño político en las filas del ejército. El padre es líder religioso y ex preso político".

Llegamos tardísimo a la jefatura. Me recibió un viejo alto con una cara que hoy se me asemeja a una lata de cerveza escachada, pero en esos años yo no sabía nada de cervezas enlatadas. 
—Va usted a dar mandarria en las líneas ferroviarias. Alístese y amarre bien su cinto, que en el EJT no hay llanto ni admitimos que Dios se meta en el camino —me dijo el viejo con cierto tono burlón.
Yo llevaba 6 meses sin ir a casa y diplomáticamente le pedí un chance. Me dio una semana que no pude disfrutar con la familia, porque mi abuelo Ciro había sido diagnosticado con cáncer de pulmón y tuve que salir disparado para Caibarién apenas llegué a Sancti Spíritus. Fue la última vez que lo vi en pleno estado de conciencia.
—Pórtate bien en la unidad. No vale la pena fugarse ni dar problemas. Esto se va a caer rápido, y aunque yo no lo pueda disfrutar, tú sí lo vivirás, y no puedes ver la libertad lleno de pesadumbre y odio.
—Ok, abuelo. Trataré. 

Me ubicaron en un campito cercano a Sancti Spíritus, con la promesa de que podría ir a casa los sábados cada tres semanas. Todo pintaba bien. Seguía siendo el tipo raro y gusano que daba mandarria en los travesaños de la línea y servía de entretenimiento a los jefes. 
Pero el abuelo entró en gravedad y solicité unos días para despedirme. 
—Es cristiano como tú. Seguramente lo vas a ver en el cielo —me espetó el militar jefe. 
Llamé a mis padres. Ciro no aguantaba un día más. Decidí fugarme para estar con él. Murió rodeado de toda la familia, en mis brazos, como siempre sucedió después con mis padres. 
Su rostro, a través del cristal, parecía decirme: vete, cabrón, vete a la unidad antes de que te desgracien.
Cinco o seis días demoré en presentarme. Me esperaban como cosa buena, y sin poder ni siquiera llegar a mi camastro, me montaron en un Jeep con destino al calabozo de Santa Clara, lleno de guardias desertores. 
Allí sufrí ofensas, ensañamiento y par de golpes por parte de la guarnición.
El tribunal militar me sentenció a dos años de prisión, a pesar de toda mi defensa, que ellos obviaron. 

En un camión "perrera" me condujeron hasta la unidad de la policía en Jatibonico. 
—Ahora sí te jodiste, curita maricón. 
Yo no hablé, y mis ojos se enfocaron en el afiche grandote donde se leía: Hay que tirar, y tirar bien.
—¿Cómo está tu abuelo? —me dijo el oficial de guardia. 
Ya le había explicado la causa de mis días fugado, y la pregunta me sorprendió, pues él sabía que había muerto.
—Mi abuelo murió, acabo de decírselo.
—Lo sé, pero te pregunto cómo le va, cómo va pudriendo.
Seguramente la intención era llevarme al límite, que yo explotara para así agravar mi situación y, de paso, darme una golpiza. Pero lo que no imaginó ese individuo, es que mi sentido del humor tiene más poder que una bomba nuclear, y su veneno logré convertirlo en un chiste que todavía, cuando puedo, lo utilizo.
—¿Cómo pudre? Pues parejo, como un hombre íntegro. Hay que podrir, y podrir bien —contesté con voz triunfal.
Fui llevado al calabozo en espera del trasporte que me llevaría a la prisión "disciplinaria" donde debía cumplir los dos años de sanción.

El calabozo de la PNR era pequeño. Allí estaba Ernesto, un joven que, como yo, esperaba el traslado.
Estábamos sin esperanzas de libertad; supuestamente, todo estaba escrito. Pero vimos que la reja del calabozo no tenía candado, solo unas esposas viejas y rotas. De madrugada abrimos con paciencia y, saltando tapias, y pasando por patios del vecindario, logramos salir a la calle. 

Caminamos varios kilómetros con destino a Sancti Spíritus, hasta que una guagua nos paró. Ernesto siguió porque era de alguna ciudad más al oeste. 
Toqué en las puertas de casa, y bajo el llanto de mi madre y el nerviosismo del viejo Entenza, recogí alguna ropa, los abracé con fuerza, a ellos, a mis dos hermanos y a abuela Margot, viuda de Ciro. Le pedí al viejo 100 pesos y me largué a los campos de Trinidad, a Palmarito, donde vivía una tía paterna.
En el viaje pensé que mi abuelo Ciro me decía desde algún punto del universo, manejando en su Opel Kapitän: "Toda la vida, estaría contigo...", pero la cagaste, mijo.

Ciro Martínez en uno de sus mercados "Casa Ciro". Años 50s.

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IV

“Lo que el viento se llevó”  
(Crónicas del Servicio Militar Obligatorio en Cuba)

Imagen: Danny David Entenza.


Tenía mi casa un patio de tierra, atrás, lejos del ruido citadino, que nos parecía un oasis. Los reyes del lugar eran dos árboles de mango de alta calidad, y en la temporada el suelo se llenaba de bolitas amarillas como un jardín japonés. Mi madre Disney recogía cada día una buena cantidad para hacer batido y para repartir a los miembros de la iglesia; pero siempre quedaban cientos de frutos en el suelo y en los árboles. Ahí entraba yo con mi cuadrilla de socios de la escuela. Era grato llegar con el piquete y sentarnos en la tierra a degustar la dulzura de los mejores mangos del mundo. Siempre estaban Daniel, Juan Carlos, las hermanas Román, Alexei y el peligroso Adrián, alias el Jabao eléctrico. 

Algunos ancianos de la iglesia nos veían llegar y le preguntaban a mi madre si no le daba miedo dejar entrar a ese desharrapado Adrián, con fama de problemático. Disney les decía: "Es de la escuela de Hermes, y eso basta; además, no se le niega un mango a un muchachón que se siente feliz en mi casa".

En Palmarito había mangos tan dulces como los de mi casa. Era el tiempo de cosecha y caída. Los patios estaban dorados.
Tía Mercedes me recibió con dulzura, y junto a mis primos Reina, Eddy y Jorge, tuve un nuevo comienzo. ¿Qué podía pedirle a la vida un joven desertor de la Fuerzas Armadas Revolucionarias, que no fuese mirar con languidez los cielos que a lo lejos se fundían con el cañaveral, flotando en la mansa y lenta vida de quien no espera mucho del futuro?
Pero apareció Roxanna, la muchacha de la vecindad que estudiaba en la Escuela Formadora de Maestros en Sancti Spíritus. 

Nos vimos en casa de tía. Reina me la presentó cuando Roxanna llegaba de su último día de clases, con su uniforme verde, pelo corto, hermosos ojos de yegüita salvaje y más de doscientas pecas en su rostro.
—Tú eres Hermes, el hippie fugado —fue su entrada directa a mi pecho. Yo usaba un jean campana, y lucía cadenas y mil accesorios típicos de un aspirante a la contracultura. La invité a sentarse en el portal. Entre los jóvenes del vecindario se había regado la voz de que yo escuchaba música rarísima; le hablé de Los Beatles, soltándole el viejo cuento de que se habían bañado en una piscina de champán, y le canté "Michelle".

Esa noche salimos al círculo social del batey, y Roxanna nunca se separó de mí. Me dio algunos libros para atenuar el tedio y me regaló besos. Hicimos el amor por primera vez de madrugada, acostados en la sala de su propia casa, con el sonido de grillos y cantos de gallos al amanecer. Fue bucólico el comienzo, organizado por los dioses que me impedían salir del batey, y cuando todos se iban a la playa Ancón, ella se quedaba conmigo, haciendo trastadas en el monte.

Pero el "Kairos" y el "Kronos" no son iguales, y casi siempre actúan de forma diferente. Un 29 de diciembre, digamos que silencioso y llena de promesas de amor eterno, las piernas de Roxanna descansaban sobre las mías. Sentados en el portal preparábamos la fiesta del 31 que íbamos a hacer solos, sin invitados en una casona muy antigua y en ruinas que teníamos muy cerca. Allí haríamos el amor hasta el amanecer, borrachos por mucho alcohol y felices. 

Nos reíamos pensando en cómo reaccionaría su mamá al notar su desaparición, pero la risa se convirtió en mueca cuando vi que a lo lejos un Jeep se acercaba a toda velocidad, dejando una nube de polvo que ensombrecía el horizonte.

El peligro se huele, se siente como el ruido del trueno después del relámpago. El aviso de un cataclismo lo presienten los animales y muchas personas, pero yo no.
—Roxanna, vienen a buscarme. Coge un trozo de caña y párate atenta en la puerta. Si preguntan por mí, lo tiras al suelo.
Le di un beso nervioso e intenso y me escondí en el matorral con la vista fija en sus movimientos. Tuve que correr como una bala de AKM cuando vi a tres guardias boinas rojas llegar al portal y a Roxana tirar con fuerza y teatralidad el trozo de caña al piso.
Las hojas del cañaveral me dejaban marcas en la cara, pero con la esperanza de alcanzar quizás otro estado de libertad no pensaba, no podía detenerme. Pero las fuerzas del mal son inteligentes, y otro Jeep estaba justamente en la guardarraya esperándome.

Me aplastaron, me pusieron las esposas, me raparon con una máquina manual y me dieron la golpiza más feroz que he recibido en mi vida. 
El Jeep llegó a Sancti Spíritus, y cuando doblaba frente al parque central, a través del cristal pequeño y cochino, vi a mi madre con mi hermano menor. Grité, pedí que me dejarán verla por un segundo. Aceptaron, pero primero me limpiaron la cara llena de sangre debido a las trompadas. 

El auto dio la vuelta completa al parque, y frenó junto a la vieja que iba por la acera del merendero LIANA camino a casa.
—Si gritas que te dimos "tranca" será peor para ti. 
Solo asentí con la cabeza.
Un minuto fue suficiente. Madre lloró como nunca y su abrazo me acompañó en el viaje al infierno. Mis ojos la siguieron mientras me alejaba, perdiéndola cuando doblamos por la estatua de Judas. La última imagen fue ella pequeñita, cargando a mi hermano Jonathan, seguramente con una avalancha de lágrimas mojándolos a los dos, al piso, al parque, y a toda la ciudad.

Me llevaron al calabozo de la PNR municipal, en espera de la perrera que me depositaría, como un paquete, en Cristales, una de las prisiones llamadas Unidades Disciplinarias, habilitadas para los soldados que habían cometido delitos, que estaba cerca de Jatibonico. Fui conducido directamente al calabozo, con los labios hinchados y dolores en todo el cuerpo.

El año casi terminaba. El 31 de diciembre pedí que llamaran a mi familia que vivía a 10 cuadras, pero me lo negaron. Esa noche, experimentando la penumbra de una celda, en la televisión pusieron la película Lo que el Viento se Llevó. Tras la reja escuché la risa de Vivien Leigh en sus rollos con Clark Gable. Mi película era mi hogar, en las noches juntos alrededor de la mesa servida; vi un río, lluvia y el fuego. Pensé en mi tía Angélica en Palmarito, pensé en Roxanna, sin saber que nunca más iba a volver a verla. 

Sí, me dije, el viento se lo llevó todo.

El día 2 de enero me trasladaron a Cristales. Delincuentes, ladrones, desertores violentos me esperaban. Los cuentos de cárceles que había leído y visto en películas se manifestaban frente a mí como peligrosa imagen. No había podido dormir en las tres noches en la PNR.

Llegando al penal, ya sin esposas, me condujeron a la nave central, repleta de reclusos que me miraban fijamente.
Frente al camastro que me habían destinado, tembloroso al entrar a un mundo totalmente desconocido para mí, escucho una voz gritándome:
—Hermes, cojones, ¿cuándo vamos a tumbar mangos a tu casa?
Era Adrián, el Jabao eléctrico, el jefe total del albergue, a quien todos le rendían pleitesía.

El pastor Miguel Entenza el día en que llegó a casa
 con la libertad de su condena política. 
El pequeño Otoniel en sus brazos, y Hermes.
Cienfuegos, 1969

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“Tiene que ser mentira”
(Crónicas del Servicio Militar en Cuba)

Imagen: Danny David Entenza.


El gran jefe de la sala era un tocadiscos de los años 50 que sonaba de maravilla, un RCA Victor enorme, un mueble de madera que pesaba una tonelada. La colección de discos corría desde Bach, Vivaldi y Beethoven, hasta Los Bucaneros, Farah María y los Irakere.

En mi adolescencia pude conseguir discos de Karina, Janet, Los Ángeles, Massiel, Paul Anka Sings His Big 15 (los 15), Dalida y otros. El preferido de mi madre era un vinilo de Nino Bravo que no recuerdo cómo llegó a casa. 
En los 80 el viejo RCA se quemó sin posibilidades de reparación y los discos tomaron otros rumbos.

Para suerte mía, el reggaetón no había nacido y cuando en el penal, después de las 8 pm, dos bocinas de intemperie llamadas "de embudo" sonaban con música hasta las 10 pm, trescientas voces tras las rejas entonaban a coro e increíble afinación a Los Pasteles Verdes. Cuando comenzaba "Hipocresía" todo el mundo lloraba. Esa fue mi primera experiencia, bastante inusual para mí, pero lentamente se me fue pegando. Canté como Pavarotti cada tema, hecho leña después de todo un día de marchas bajo el sol.
Pero todo no era música y cantos de soledad, también el sufrimiento y la violencia imperaban dentro de los 800 metros cuadrados del penal. Las históricas riñas entre habaneros y orientales sucedían diariamente. Yo era del centro con ascendencia capitalina, gozaba de la impunidad en el albergue por ser yunta del guaposo Adrián, pero no faltaron mis problemas. Tuve dos broncas violentas; las dos veces perdí y terminé con ojos hinchados, pero eso bastó para anotarme puntos de respeto. Constaté leyes que son leyenda oral entre los libertos: la primera es que en la cárcel, si te fajas, siempre ganas, y la segunda, que entre los presos se respeta la religión. Si entre los oficiales y soldados ser hijo de pastor bautista era una marca brutal, dentro del mundo en cautiverio me respetaban.
Allí imperaban las religiones africanas y cada noche, ilegal y a oscuras, se efectuaban rituales y toques de lata (que no de tambor). Yo participaba y mostraba mi sincero interés.
Con ellos aprendí quién era Oshosi, la deidad de la justicia. Un muchacho lo montaba en las madrugadas, exhibiendo su sombrero y el manto cruzado sobre el lomo. Aprendí los primeros patakíes y los cantos a los Orishas.
Los presos también defienden el romanticismo; diariamente soñaban con las esposas y novias. Sus cartas eran bastante pobres en lingüística, pero de un profundo lirismo natural; ahí aparecí yo de escribano popular, escribiéndole a las novias y añadiendo dibujos de corazones rotos y lágrimas cayendo en una copa. También escribí las mías, a dos chiquitas de la iglesia, y los amigos miraban mis cartas personales tratando de compararlas con las que yo les escribía para sus novias. Nunca pude dedicarlas a Roxanna, pues las cartas a tía Mercedes pidiéndole la dirección, nunca llegaron. Años después supe por mis primos que se había casado con un cienfueguero y juntos emigraron como escorias en la estampida del Mariel en los 80.
El sueño de todo preso era irse bien lejos, preferiblemente "palayuma". Era mucha la presión de las almas cautivas, ni siquiera era decepción, más bien convencimiento de que el país era una mierda.

La vida en la prisión no es tan mala... creía yo. 
Nos llegó la noticia de que Cristales cerraría, e iban a repartirnos por otras prisiones disciplinarias del país. La noticia corrió levantando polvo, con una onda de choque que nos aturdió.
Días después nos montaron en una perrera; éramos más de 50 personas sin ventilación, sin una luz. Íbamos como sardinas en lata, con mentes atrofiadas por el calor y el desconocimiento del destino. Hubo desmayos, vómitos, mierda en el suelo y sed.
Nos fueron repartiendo por distintas unidades. A cuatro nos tiraron en La Eva como sacos de papa podrida. Este lugar maldito era la prisión disciplinaria en la provincia de Ciego de Ávila, que acumulaba cerca de mil reclusos y era, según los cuentos que saltaban de boca en boca, una de las desgracias más jodidas que le podía ocurrir a un guardia; pero ya el tiempo había pasado, y yo estaba más preparado para cualquier desastre.
Nos condujeron a los calabozos, alegando la guarnición que el penal estaba lleno, y que en unos días se irían varios reclusos, y entonces podríamos ocupar sus camas.
—¿Quién es Hermes? —se escuchó una voz.
—Yo soy Hermes.
—Venga, le tenemos su lugar.

Junto a nuestros desbaratados cuerpos iban también los expedientes con nuestras historias y la noticia de que un religioso anticomunista llegaba, los motivó a prepararme un buen recibimiento. 
Me llevaron a la zona de los calabozos; era una edificación de paredes rojas sin ventanas y con techo de concreto. Una puerta enrejada era la única entrada de aire que se repartía por un pasillo central a una veintena de calabozos de dos metros cuadrados, con puertas de rejas y planchas metálicas que impedían mirar hacia el pasillo; solo un agujero a 5 centímetros del piso por donde pasaban en el desayuno un jarro viejo con agua de leche con gofio y un trocito de pan. El almuerzo y la comida eran idénticos, unos gramos de arroz, caldo de chícharos y un boniato. A veces los fines de semana incluían una sardina hervida.
Dentro del calabozo había un hueco con dos piezas de cemento a cada lado, que se elevaban unos centímetros. En esas piezas deberíamos poner los pies para defecar. Al lado una mohosa llave de agua goteaba eternamente sobre otro pequeño hueco. No había un lugar determinado para dormir, era el puro piso. En el pasillo central unas 15 bombillas incandescentes iluminaban el lugar.
 
En ese escenario digno de un filme distópico estuve 5 meses. Raspé las paredes con mis uñas, recordé cada sonido de mi infancia, y cuando dormía, soñaba que estaba en ese mismo sitio, como si siempre fuese la misma película y secuencia girando eternamente en un cine de 5ta categoría. Cuando me desvelaba, recordaba mi viejo tocadiscos, y cantaba aquella canción de Nino Bravo que tanto tatareaba mi mamá:
"Más allá del mar habrá un lugar, 
donde el sol cada mañana brille más..."
En las madrugadas se escuchaban gritos, pero era imposible saber qué sucedía. Una de las veces que me sacaban por media hora para tomar sol, logré coincidir con otro recluso. El tipo se rascaba la cabeza constantemente.

—Llevo 7 meses aquí, creo. Me llamo Eduardo.
—Yo me llamo Hermes y llevo par de semanas.
—Cojone, qué poco tiempo. Me da pena contigo —me dijo.
—¿Por qué?
—Es que vas a pensar que esto que te está sucediendo es verdad, pero es mentira. Todo tiene que ser mentira, es imposible que sea cierto.
—Chico ¿has escuchado unos gritos en la madrugada? 
—Claro —me dijo casi en susurro. —Es la coneja, un maricón de La Habana que es una puñetera mujer, hasta lindo de cara y un cuerpo que te cagas. Tarde en la noche, entran los guardias y entre tres o cuatro le ponen una peluca y se lo tiemplan. Lleva como 9 meses aquí. Lo trajeron por pájaro. Esto que te digo podría parecer mentira, pero es verdad.

En medio de esta atmósfera cargada sobreviví, hablando solo y con los gritos de "la coneja" que no me dejaban dormir. En todo ese tiempo nunca supe de mis padres.
Una mañana, muy temprano, antes de que me pasaran el desayuno por el agujero en la puerta, me sacaron a la luz y sin decirme una palabra me condujeron al albergue.

Graduación de Miguel Entenza como Pastor, 
en el Seminario Bautista de La Habana. 1958

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VI 
“Comala”
(Crónicas del Servicio Militar en Cuba)

Imagen: Danny David Entenza.


El penal duerme. Todos sueñan que están libres, caminando con sus novias y esposas a la vera de un río que refleja el azul; sueñan que visten las mejores y más caras ropas del mundo y, en ese universo que les ha sido negado, suben uno y otro escalón para acceder al edificio de las cosas indescriptibles. Así son los sueños de libertad, con la amenaza de una realidad hirviente y la nube de clavos que se hunden en la carne.

A las 6 am suena la campana, y los guardias con tonfas entran dando golpes a los que en 3 segundos no pudieron tender la cama. Será un día largo con marchas de siete horas a pleno sol, un almuerzo típico de un restaurante en Liliput y clases de política hasta el anochecer. Si el día ha sido malo para el capitán jefe del presidio, las penas continúan con par de horas de marcha, como un plus para quedar bien con las gárgolas.

En la noche llegan los problemas. La galera se convierte en zona prohibida para los guardias y comienzan las apuestas, las broncas y la venta de pastillas de Parkisonil, la droga oficial de Cuba, tanto dentro como fuera de la prisión; pero dentro valen más. Una pastilla se canjea por una caja de cigarrillos populares. Una pelea preparada le da al ganador 10 pastillas. Una vez al mes, la visita de la familia, por dos horas, incluye una jaba con comida, y un panqué vale 20 Parkisoniles.

Las visitas eran el único momento feliz, aunque solo mi madre y mi hermano Otoniel podían entrar.
—Nombre.
—Miguel Entenza. Vengo a ver a mi hijo Hermes. Hoy es día de visita.
—Pero usted no puede. Usted es cura de iglesia, y esta es una zona libre de esas estupideces.
—Yo no vine a hablar de iglesias, vine a abrazar a mi hijo. 
—No hablará de iglesia, pero trajo la "gusanería". ¿Cree que no sabemos quién es?
Si quiere ver al recluso Entenza, pídele a Dios paciencia, porque aquí en La Eva, no lo verá.
Y se iba rumbo a casa el viejo Entenza, con el sol cayéndole de plano en la cabeza, haciendo zigzag entre los hierbajos y la mierda de perro. Seguramente miraba de lejos las alambradas con cara de asombro y miedo, pensando en sus años de prisión política, con idéntico uniforme de mezclilla azul y una P mayúscula en el lomo.

Mi madre se quedó sola esperando por el aviso para entrar al patio de visitas. Cuando logramos vernos me contó la tragedia con mi padre. Pero había más, lo intuí, y lo supe cuando logré salir de la prisión: ese día, después de marcharse mi viejo, la tuvieron parada dentro de un charco de agua sucia bajo el sol; allí estuvo más de una hora sin poder sentarse hasta que logró entrar al cochino patio donde yo la esperaba.

Madre sufría mi carencia de miradas del viejo y atenuaba el vacío con libros y cartas de amistades y de la muchacha del barrio pidiéndome paciencia, y prometiéndome que un día estaríamos desnudos en la playa.
El oficial de guardia revisó los bolsos con comidas que la familia me trajo, vio los libros que en cada visita mi madre me traía y que yo leía para entregárselos el próximo mes para tener otros. Esa vez entraba "Tartarín de Tarascón" y posiblemente los cuentos de Edgar Allan Poe.

—Coño, si te gusta leer, aquí hay una caja con varios libros. Estaba llena, pero los hemos usado para limpiarnos el culo. Te voy a traer dos o tres.
Al otro día el tipo entró al penal con tres libros escogidos al azar seguramente. Me prestó Así se Templó el Acero, una edición soviética de tapa dura. De los otros dos, recuerdo El Llano en Llamas, y Pedro Páramo. 
No puedo explicar la reacción que causó en mí ese ejemplar. No me gustó o no entendí las jugarretas de Juan Rulfo. Yo era un joven que todavía no había entrado en el mundo de la literatura. No entendí las mudas en la narrativa, me azoraban. Pero allí, bajo la tortura, el hambre y la represión típica de una cárcel, supe que había libros escritos de manera muy especial; entendí lentamente que una narración es más que contar, también es entrar de lleno en la cabeza del lector. Me vi en Comala, afiné la vista y el oído para entender que todo es Comala, la sequedad, el polvo y la tierra muerta; pero también existían las Comalas del alma, ese sitio de donde quieres irte para siempre, porque verlo y vivirlo nunca se va de la mente. Comala era mi país lleno de lágrimas y miseria, y yo un viajero de paso por el infierno visitando los fantasmas. Como Juan Preciado, cabalgaba entre la desolación y la muerte. 

Por todas esas sensaciones, quizás ingenuas de un adolescente, me ayudaron, cuando volví al libro años después, a construir la primera visión que tuve sobre lo que puede dejar un buen libro en el lector.

Llegaron inviernos, ciclones, lluvias y el calor intenso de veranos bestiales. Ya habíamos olvidado las delicias de un buen ventilador y una cena decente. Dentro de un albergue cerrado con rejas, las almas se alteran, lo mismo con frío o calor. Las farras de los guaposos eran con Parkisonil y alcohol de la bodega importado por los mismos guardias que lo vendían carísimo. Los tranquilos celebrábamos exprimiendo los desodorantes que la familia nos traía; aquellos tubos azules que eran puro alcohol. Se hablaba de todo, de leyendas de brujería, de las jevitas, de las veces que habíamos templado. 
También habían  broncas y desmadre producidos por el hambre y la nula esperanza. Tuve una sola pelea en La Eva, y esa vez fue empate; salimos los dos con la cara rota, pero caminando. Mi socio del alma nunca pudo saberlo. Adrián, el Jabao eléctrico, estaba sabe Dios en qué prisión disciplinaria, y no lo veía desde el día del traslado. Cuando logré la libertad tampoco pude encontrarlo; quizás se fue por el Mariel, como casi todos mis amigos de la infancia, como Roxanna. 

Ya era 1980 y supimos del Mariel por chismes entre los presos, y después en las visitas de nuestros familiares. Por mi madre me enteré de los huevazos, las golpizas a la "escoria" que se iba. Supe que mis vecinos llegaron a Miami directamente al hospital porque a la hija mayor la abusaron y la golpearon. El viejo Entenza intentó salir con todos en un yate comprado por las iglesias de Estados Unidos con el objetivo de usarlo para pastores y religiosos cristianos de cualquier confesión, pero no pudimos salir porque yo cumplía con el Servicio Militar. 

Un día de junio de 1980 salí en libertad. Un auto me esperaba a más de cien metros de la puerta. Era el viejo. Nos abrazamos con fuerza, lloramos de alegría, y los bichos de la tierra, los mosquitos y ratas del cañaveral respetaron el llanto de un hombre enfermo que nunca pudo verme con el uniforme azul, para suerte de él y mía.

Aseguraba mi madre Disney que todos los excesos de alcohol, la vida disoluta que llevé después de haber salido de ese mundo, y la taquicardia paroxística que he padecido desde mi juventud, es culpa del Servicio Militar y del gobierno cubano.

Soy de una generación destruida por el hastío. Somos el logotipo de la muerte en vida o la última escena de una película maldita filmada en la tierra del odio y la desproporción. Somos los de mirada perdida y piel cuarteada, los hijos de un sistema que nos regala un pan para que aplaudamos a pesar del cataclismo, pero es un pan de piedra que nos rompe el esófago y nos convierte en los monolitos que la dictadura exhibe como obras de arte.

Hermes Entenza, un lustro después de salir 
del Servicio Militar. 1986

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viernes, 27 de junio de 2025

Casa de Luís Manuel Otero Alcántara
sede del Movimiento San Isidro.

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En San Isidro

Película documental realizada por la poeta y activista Katherine Bisquet durante el acuartelamiento en la sede del Movimiento San Isidro, en noviembre del 2020.

Este suceso de jóvenes intelectuales cubanos, acuartelados en la casa del artista visual Luís Manuel Otero Alcántara, sin dudas marcó un antes y un después en el activismo político en la isla, incluso fue un parteaguas en los métodos del pueblo para visualizar su voz por un cambio. También, tristemente, el estado impulsó la represión a tal punto, que Cuba registró más de mil presos políticos.

Estos jóvenes que verán, encendieron una llama que inevitablemente seguirá ardiendo. Después de este suceso hubo infinidad de reacciones contra el brutal estancamiento de la política del gobierno, incluidos dos momentos cumbres: el 27 de noviembre del 2020, cuando centenares de artistas se congregaron exigiendo sus derechos frente al Ministerio de Cultura en Ciudad de La Habana, y el gran estallido social del 11 de julio del 2021, donde el pueblo en pleno y en todas las provincias, tomaron las calles pidiendo libertad. 

Katherine Bisquet nos ofrece imágenes que increíblemente nos brindan ahogamiento y a la vez sosiego. Un mundo orgánico, espiritual y esperanzador, encerrado, como en una caja de hierro dentro de otro mundo irredento, ardiente y lacrimoso; una casa libertaria y llena de sueños, en medio de una Habana aterrorizada por las carencias materiales y espirituales de un pueblo en agonía. Todo esto acompañado de principio a fin con una música incidental tan bien elegida, que no puede ser mejor para mostrar una atmósfera tratada magistralmente en blanco y negro, en ambiente cerrado como un sitio de meditación, como la noche, como los sueños.

Palabras de Katherine Bisquet

"En noviembre de 2020, la policía detuvo al rapero contestatario de 31 años Denis Solís. Tras un juicio sumario, fue condenado a ocho meses de prisión por el supuesto delito de desacato. Como respuesta a esta arbitrariedad, en La Habana, un grupo de activistas se acuartelaron en la sede del Movimiento San Isidro, organización cultural independiente a la que el músico pertenecía. Desde allí iniciaron una protesta pacífica a pesar del asedio y el sitio policial de la Seguridad del Estado. 

Con el transcurso de los días y bajo la presión de la policía política, algunos de los manifestantes iniciaron huelgas de hambre, y otros también de sed, para exigir la libertad de Denis y la de todos los cubanos de una vez. 

Las imágenes que verán fueron tomadas en momentos en los que algunos amigos lograron introducir mi cámara en la casa de manera clandestina.
Esta película es un pasaje a lo que muchos vivimos durante 10 días de protestas con huelgas de hambre durante aquel acuartelamiento. 

Luis Manuel Otero Alcántara está a punto de cumplir este 11 de Julio 4 años de cárcel. 
Maykel Osorbo lleva 7 días en huelga de hambre en la prisión. 
Oscar Casanella vive en la total incertidumbre con su actual proceso migratorio, en peligro de ser deportado de los Estados Unidos. 

Las cosas no han cambiado en lo absoluto. Esa experiencia persiste hoy en miles de prisioneros políticos, en millones de exilados cubanos, y en los millones de cubanos atrapados en un país en ruinas".

Película



Link para descargar 

martes, 10 de junio de 2025

Alma Mater. Autor: Danny David Entenza.
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Dignidad

Si de algo carece el Canelismo, es de sutilezas para ejercer el terrorismo de estado. Está claro que el régimen nunca ha sido sutil, pero en los últimos años ha llegado al punto máximo de nerviosismo y temblor.

Con tembleque y miedo no logra ejercer cierta sutileza para aplacar el hambre del pueblo. –Dígase hambre, en este caso, no sólo al pan de miga y cáscara, sino también al hambre de vida plena, gestión personal de la felicidad, y derechos civiles–. A un presidente con un mínimo de inteligencia, dirigiendo un país destrozado y en crisis económica desde hace 66 años, con carencia conceptual, sin esperanzas, con hambre –de pan de miga y cáscara–, con el índice de decepción popular más alto en su historia, con una emigración de un millón y medio de habitantes en dos años, con un desastre total de la estructura que brinda energía eléctrica, no se le hubiera ocurrido autorizar el tarifazo que ha sublevado a las universidades, incluyendo a muchos docentes.

No imaginó el poder que después de tantos abusos extremos legislados a través de los años, y que aceptamos sin chistar, un zarpazo "sencillo" iba a encender la antorcha. Esa fue una pequeñita falta de sutileza, pequeñita porque después del primer parón de los estudiantes de varios centros universitarios del país, la soberbia ha llevado a la "sala oval cubana" a perder los estribos y declarar la culpabilidad de los muchachos, tildándolos de confundidos, manipulados, y hasta pagados por fuerzas externas; todo esto en la misma cazuela de triunfalismos, banderitas y las consignas clásicas de siempre. Un vocero repartero y escalador del gobierno ha declarado que el objetivo de las protestas estudiantiles tienen el propósito de privatizar las universidades. Ya esto no es falta de sutileza, es la mugre de párrafos cobardes que intentan anotarse un punto. 

Hay que ser muy retardado para defender una ley que aplasta al pueblo, pero esa carencia de neuronas la trae la costumbre, la vieja costumbre de oprimir sin tener oponentes. 

Perdió su oportunidad de diálogo el gobierno cubano. Desde el 27 de noviembre del 2020 ha tenido cientos de señales para parlamentar. Un piquete de muchachas libertarias se enfrentó directamente con el poder, y casi en su totalidad fueron deportadas. También hombres jóvenes y no tan jóvenes se adueñaron del eco del pueblo replicando las necesidades y sueños de todos, y fueron a prisión o al exilio obligado. Hay gente digna que alza su voz, ejerciendo el derecho a la protesta pacífica, el más sagrado derecho de una República que se respete; pero también ha sido la férrea mano del gobierno la que ha intentado callar con golpizas y falsas acusaciones.

Se les han encendido las luces de alarma muchísimas veces, pero la soberbia aniquila el pensamiento, y solo pueden agredir, porque las herramientas de mediación las tiraron al pozo. 

Hoy son los jóvenes de las universidades.
En Cuba sucede algo insólito: En el llamado Período Revolucionario hubo silencio en los centros académicos; el control del poder sobre el alumnado ha sido una constante en regímenes totalitarios, porque, ¿Quiénes sino los jóvenes con ideas frescas y transparentes, son los que activan las energías libertarias?

Pero el gobierno cubano, cuando lanzó el tarifazo de la telefónica ETECSA, no pudo imaginar que el tiempo es implacable pasando la cuenta, y hoy se está escribiendo un hecho magnífico en nuestra historia como nación. Jóvenes han armado plataformas de protesta, se han sumado universidades del mundo en franco acompañamiento, se han sumado intelectuales residentes en muchas naciones y denominaciones religiosas que también apoyan a los jóvenes.

Puede que el silencio llegue después de tanta presión estatal, pero estos días han sido otro parteaguas, otro enorme pedazo de iceberg que estaba bajo la línea de flotación, y ha salido a la superficie mostrando dignidad en un mar revuelto y en noche oscura, pero ya casi amanece. 

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