Por la ventana entra una luz demasiado
fuerte como para soportarla por más de diez minutos. Afuera el paisaje rocoso,
a un lado, contrasta con el mar que parece entrar por la ventanilla opuesta. El
complemento de los opuestos es su rostro iluminado y con sabor a océano.
Su mirada no se detiene en ninguna de las
ventanas; apenas se sentó y el tren comenzó la marcha, bajó la mirada hasta los
pies de sus compañeros de viaje. Poco le importa los desniveles de las colinas
ni el oleaje teñido de azul intenso.
Alguna vez, quizás, se lanzó por los riscos
en pleno delirio y encendió hogueras internas para saciar su hambre de vida.
Compartió su pan y su queso con los más cercanos y tal vez disfrutó del sol en
sus brazos, mientras la montaña observaba severa. Pero nunca se sabe.
Olvidó su nombre y amigos al despertar casi
desnuda en las arenas de Coveta Fumá.