La isla tiene cien palmas
enterradas en el fondo del valle. Enterradas al revés; con los penachos en el
fondo de la tierra, languideciendo junto a fetiches de las profundidades y
mezclando lo poco que le queda de verdor con las aguas hirvientes del
manantial.
Alguien avistó la isla. La
pequeñez no da treguas; no hay descanso posible en un recinto donde el verano
asoma los dardos. Todos saben de las raras emanaciones de la cueva central;
allí donde se tejen los mantras para soportar el sol y afilar los cuchillos.
Cuando en la isla alguien calla,
callan todos los isleños.
Cuando en la Isla una doncella
canta, todos miran pasar el séquito en silencio.
Hubo respuestas piadosas a la
hora de indagar por los frutales perdidos; aparatos extraños, traídos de
lejanos reinos, ahogaron a las plañideras que se asomaban en la costa buscando
tesoros enterrados hace siglos.
Llegar a una Isla es como llegar
a la finisterra. Los colores cambian, la tierra bajo los pies se afloja y el
alma busca el consuelo en los charquitos que reflejan el cielo.
Una tarde de estas llegar a la
isla será como hacer un pacto. En el último segundo del sueño, cuando todo
parece acabar, la isla aparece delante del paisaje surreal que nos domina,
invadiendo todo el drama y recordando que siempre estará esperando por
nosotros.
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