Foto: cortesía de Indigo Hynmwriter |
La veíamos en cada amanecer. Rodeada de sus súbditos leales: el viento, la lluvia. Imaginábamos su cuerpo fragmentado y sus derivaciones hacia otra piedra, otra ilusión de vida que se despeñaba ante nuestra atónita mirada.
Allí, decías, los colores serán tibios como
el arcoíris, y las palabras llegarán impolutas al oído más rebelde.
Pero el paisaje no deja ver la otra verdad:
los miedos y la sed de un salto. El terror estival nos consumió cuando
lentamente fuimos escalando sus lomos inexactos.
Esperando
una fuerza atemporal, los estadios del alma cobraron forma.
Lejos, muy lejos se divisa el mar y la
ciudad perdida; entre los laberintos de occidente está el hogar que alguna vez
soñamos. Pero no pudimos ver, solo intuimos esos remansos de paz, pues la
montaña esconde en sus atardeceres la verdadera romanza.
Al llegar al sitial más alto, repetías,
haremos la paz eterna entre nosotros y el mundo que se va por la cloaca; pero
los mundos no son iguales desde arriba.
Lloraste cual ciruelo enfermo. Las tardes
son las mismas aquí arriba, solo que la montaña nos da otra recompensa: el
sentirnos solos, alejados del tren y de las ferias.
Ahora, entre el bullicio, caminamos con la
certeza. Quizás fuimos otros o en otra vida fuimos los mismos.
Allá está imperando; y lanzamos una mirada
soez a la lejanía y nos dejamos llevar aparentemente por el silbato del tren y
la feria de provincia, calentando en nuestra hoguera el eterno deseo de saltar.
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