La
Lupe.
—Llevo un año en Europa, y todavía no me adapto al frío, a la exactitud de los
trenes, ni al café aguado, pero soy feliz.
—Pero
aquí puedes encontrar café fuerte en los mercados.
—Sí,
lo sé, pero si me tomo un cafecito de esos, me vienen a la mente muchas escenas
de mi patria, y prefiero negarme a tomar café bueno.
Me
fui de Venezuela porque la vida se nos hizo imposible. ¿Extrañar? Mucho, pero he llenado mi bolso de las nostalgias con otras cosas
que me han ayudado a ver y a sentir que la paz es la mejor vía para encontrar
esa cosita que muchos le llaman felicidad.
—Te
escuché hace un rato, cuando conversabas en tu mesa, que estuviste en Cuba. ¿Me
cuentas?
—¿Cuba?
El mejor sol del mundo. Varadero la mejor playa que he visitado, y créeme, que
conozco muchas. Cuba es la mayor contradicción en mi vida.
Te
cuento:
Esa
primera noche fue un paraíso; la habitación de princesa, el trato de los
trabajadores mucho más cálido que en otros lugares famosos; la mesa buffet tan
creativa y variada como en Dubái. Me dije: carajo, es verdad que Cuba es un
paraíso.
Cuando
acabé de cenar, se me acerca una joven trabajadora que preparaba el buffet.
Pequeñita, con cara de niña y cierta tristeza en sus ojos.
—¿Ya
terminó?
—Sí,
gracias. Ha sido una exquisita cena.
—¿Las
sobras de su mesa me las puede dar a mí, para ponerlas en este bolso que tengo
escondido?
—No,
señorita, son para mi familia y para mí. Nosotros en Cuba no podemos comprar
nada de esto que usted come. No podemos desayunar en nuestra casa si no tenemos
lo que sobra en las mesas. Cada trabajador del restaurante tiene sus mesas para
hacer “la lucha diaria”. Perdóneme, ahora usted puede decirlo en alta voz y
crearme un problema.
Me
sentí muy mal, y comencé a entender que todo no es como lo vemos los turistas.
Decidí
hacer algo mejor, y le dije:
Así
lo hice diariamente, pero las muchachas de las otras mesas supieron mi
complicidad, y sus caras reflejaban la ansiedad por tener la buena comida.
Creamos
un mejor plan: desde ese momento mi novio y yo decidimos entrar al restaurante
en diferente hora y distintas mesas, de manera que otras pudiesen tener la
misma posibilidad.
La
muchacha que trabajaba en el mostrador me mostró la foto de sus niños, y
diariamente le dábamos dos potes inmensos de helado, total, los turistas no lo comen, y se pasan el santo día bebiendo mojitos frente al mar.
Fuimos
a la tienda en divisa y compramos toallas, perfumes, champú, golosinas, y se
las entregamos a la chica X, la de mi mesa. Vimos a lo lejos que ella, feliz,
repartía en segundos toda la mercancía entre las trabajadoras del restaurante,
que miraban y olían los productos con una felicidad indescriptible.
Cuando
nos fuimos a La Habana por tres días antes de regresar a nuestro país, todas
fueron a despedirnos en un saloncito pequeño, fuera de la vista de los jefes.
Dimos
el nombre del hotel al que íbamos y preguntamos si conocían a trabajadoras
allí.
Cuando
llegamos nos estaban esperando.
La
Habana era totalmente diferente a Varadero. Es una ciudad que respira aires
señoriales, pero en total destrucción y miseria. Mucha carencia, rostros más
tristes, y “la lucha” más despiadada.
La trabajadora que nos esperaba, la muchacha
Y, nos recibió con lágrimas en los ojos. Le dijimos que haríamos lo mismo que
en Varadero. Ella nos dio el “tutorial”: Teníamos que evadir al personal de la
administración y a la policía, porque si se enteraban, simplemente les quitaban
los productos y se los apropiaban, o tenían que pagar 5 dólares por cada bolso
de sobras o comida íntegra que se
llevarán a casa.
Así
fueron los días de La Habana. La última tarde nos citamos con la muchacha Y.
Vivía en un edificio destrozado en el centro de La Habana Vieja, muy cerca del
mar y frente a un bar lleno de turistas, con las calles atiborradas de basura y mal
olor.
Su
hogar colgaba de un ángulo destruido en el tercer nivel de lo que fue un bello
edificio. Los pisos habían perdido los mosaicos y la miseria alcanzaba hasta el
alma de todos.
Nos
presentó a su niña y a su mamá, humildemente vestida, y sentados frente a una
mesa, cenamos congrí con yuca y trocitos de carne de puerco que nosotros
habíamos sacado del hotel.
Nos sentimos
culpables de haber aterrizado en Cuba, pensando que era un paraíso, sin saber
cómo vive el pueblo.
Entonces la muchacha nos dijo: —¿vieron cómo vivimos? Pues somos privilegiados por tener la posibilidad de trabajar en un hotel; imagínense la mayoría de los cubanos que nunca han probado ni sueñan probar algunas cosas que ya nosotros, al menos una vez en la vida, hemos tenido.
—Sabemos
que en Cuba todavía se puede estudiar. ¿Por qué no estudias algo?— Le
preguntamos.
—Sí,
se puede estudiar. Soy licenciada en pedagogía, pero con el salario de una
licenciada nos moriríamos de hambre— Me contestó.
Nos
fuimos después de un fuerte abrazo. Teníamos la forma de contactarla por
teléfono, y apenas llegamos al hotel, la llamamos diciéndole: Muchacha Y, en
una rendija, debajo del mosaico tal, a la derecha de la mesa, te dejamos 200
dólares.
Venezuela, mi país, era el más rico de América Latina, y el poder absoluto del estado con su
empecinamiento por un sistema fracasado, y la corrupción heredada del modelo cubano, lo ha destruido tanto tanto, que
tuvimos que largarnos y llevamos un año lejos, extrañando el paisaje, el azul
del cielo, pero sin miedo a vivir.
Nos
dimos un abrazo con la seguridad de vernos de nuevo.
Nuremberg.
Febrero 17 y 2024
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