Hace mucho que vive en el centro de la ciudad y casi
nadie lo conoce. Lleva más de una década sin salir ni interrelacionarse con sus
vecinos que saben que él existe, pero le han dado de baja de la nómina de los
vivos en el barrio.
Lleva mucho, demasiado tiempo frente a su botella de
vino. Fue quizás el presente de un amigo, o el envío como aguinaldo de una
vieja navidad que ya ni recuerda.
La conoce perfectamente; puede repasar su forma
cuando duerme, recordar la coloración rojiza, imaginar el olor y el exquisito
bouquet que ella le ofrece. Ha estudiado a fondo la denominación de origen
Rioja y las bodegas Domecq; sabe la historia del Tempranillo, Graciano y
Mazuelo, las uvas permitidas para la
elaboración de su botella Marqués de Arienzo. Colecciona documentos y fotos que
le informan al respecto.
Alguna vez ha tenido el deseo de abrirla y probar ese
líquido sanguinolento que lo espera tras el cristal, pero siempre pone a salvo
su tesoro.
Disfruta, cuando
acaricia su cuerpo, como las manos frías se traslucen distorsionadas en el
líquido.
Ya no le importa nada; solo hundir la mirada en el
silencioso espejo que lo domina.
Hoy la desea sobre todas las cosas. Sostiene entre
las manos el descorchador, pero las fuerzas se le acaban; pues reconoce que
cuando se beba su botella de vino, tendrá que recurrir a la televisión, la
radio, la lectura y las falsas relaciones humanas, esos tontos inventos de la
gente común para poder sobrevivir en este mundo.
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