Les regalo este trabajo de Maikel Rodríguez, especialista del Consejo Provincial de las Artes Plásticas de Sancti Spíritus. Ya era hora de escribir sobre Remberto Lamadrid.
Remberto Lamadrid : El último bohemio
Lamadrid ha
preferido trocar los falsos relumbres de la gloria por el trabajo de promoción
cultural, descubriendo y potenciando la pintura popular espirituana.
De ojos
transparentes y nariz mitológica, suelo compararlo con aquellos pintores de
domingo que abandonaban el bucólico Montmartre para retratar su musa de turno a
orillas del Sena. Lo recuerdo deambulando por el grisáceo corredor del antiguo
convento de Los Mercedarios, en los altos del boquete del Coco, donde radicó el
primer Taller de Artes Plásticas que tuvo Sancti Spíritus.
Allí, amén de
compartir oficio y pitanza con El Monje, solía inclinarse sobre el hombro de
los estudiantes para corregir el trazo impreciso con alguna recomendación
oportuna, o ajustaba el sempiterno bodegón frente a las mesas de dibujo para
que la luz hiriera cuerpos y espacio, desplegando un complicado juego de
sombras que solo los discípulos más osados intentaban llevar a la cartulina.
Remberto Lamadrid
es viejo y sabio como la esfinge tebana. Maestro de generaciones, graduado de la Escuela Nacional
de Instructores de Arte en 1965, investigador y pintor naif, los espirituanos
aún tenemos la dicha de verlo recorrer las calles donde tantas veces ha
imaginado sus girasoles al óleo, o aquellos hongos imposibles, hijos del calor
y el aguarrás, que bajo el fiero tabardillo irradian esporas de color al
impoluto cuerpo del lienzo.
Rendirle tributo
en poco menos de dos cuartillas es casi imposible. ¿Cómo agradecer su constante
labor educativa, sus desvelos frente al estoico caballete, la sencillez con que
acogió a tantos artífices yayaberos, consagrados hoy, y abrió para ellos las
puertas de la belleza? ¿Cómo estrechar desde la tinta y el papel sus manos de
árbol añejo, de viajero incansable por los dominios del sueño? ¿Cómo asir su
quijotesca figura, si parece brotar de un tiempo donde vida y pintura eran la
misma cosa, y pasa a nuestro lado como un fantasma taciturno, llevando consigo
los secretos, anhelos o desdichas de aquellos grandes incomprendidos que se
embriagaron de ajenjo y libertad en las calles parisinas a principios del siglo
pasado?
Ajeno a las
confusas dinámicas del mercado de arte, huérfano de grandes exposiciones o
catálogos lujosos, Lamadrid ha preferido trocar los falsos relumbres de la
gloria por el trabajo de promoción cultural, descubriendo y potenciando la
pintura popular espirituana, dando voz a esa plástica muchas veces anónima,
casi siempre sincera, que nace del alma y nos llega libre de las imposturas
técnicas y conceptuales que impone la academia.
El Lama, como le
decimos con cariño y respeto, solo detiene su paso ante un cigarro y una buena
taza de café, que degusta con parsimonia, como si en ello le fuera el aliento.
Para suerte nuestra, verlo sigue siendo una fiesta innombrable, y abrazarlo, un
feliz encuentro con la indeleble pátina de todo lo bueno y lo antiguo que puede
albergar nuestra ciudad.
Es él, sin lugar
a dudas, nuestro último bohemio: único ejemplar que aún conservamos de esa
legendaria raza, casi extinta en la actualidad, capaz de transformar óleos y
telas en un deslumbrante mapa del corazón humano.
Maikel José Rodríguez Calviño.
Ese es el viejito Lamadrid, el que vivía arriba de la Plaza del mercado, junto con El Monje. Un saludo para él, si está vivo todavía.
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