lunes, 26 de agosto de 2013

Marilú

Quiere ser feliz.  La playa está colmada de bañistas, el sol calienta. Marilú descansa sobre una tumbona ornamentada con los atributos clásicos de una muchacha con porte para improvisar una canción. Un velero impulsado por el viento deja oír los gritos de alegría en un baile tropical. 

Es pasado el mediodía cuando la multitud desea un tiempo de relax a la sombra de un cocotero, para beber y acentuar el paisaje surreal.

Se acerca el hombre con la piel impregnada en aceites; tres niños juegan a hacer un castillo de arena. Marilú se voltea para repeler el golpe, pero es tarde. El cuchillo pasa veloz por su cara, dejando una marca profunda y sanguinolenta; el agresor le grita Puta.

Los niños corren al ver la sangre y el castillo de arena se llena de bolitas rojas. El hombre se pierde entre la multitud. Una señora de edad, en trusa verde, ha visto lo acontecido y se acerca a socorrer a la chica.

Marilú al caer al suelo, sabe que muchas veces las historias contadas son distintas a las cantadas, que la suerte no siempre es traída y llevada de mano en mano por los bailadores o por la radio que eternamente canta Marilú.
Quiere darle otro sentido a la vida disoluta que ha llevado, lejos de la playa y de las divinas horas frente a un sol isleño, impregnado en licores exuberantes cuyo espíritu pronuncia los deseos. Abre los ojos.

No espera nada, ya pasó su hora. La playa en invierno es más tranquila. Un débil pero constante sol, crea una sombra tibia con el árbol donde Marilú descansa casi desnuda, con la piel de gallina por las ráfagas de frío.
A las nueve de la mañanalos bañistas no se deciden a nadar, prefieren beber y acentuar el paisaje surreal.

Tres gaviotas destruyen un castillo de arena que envejece por las olas; a lo lejos un velero pasa silencioso. El hombre, con la piel aceitada y lista para el sol, corre hasta ella para socorrerla al ver que una señora de edad, con trusa roja, le ha vaciado en pleno rostro un caldero hirviente mientras le grita Perra.

Se deja caer sobre la arena; sabe que las historias cantadas son distintas a las historias soñadas, y la suerte no tiene nombre, ni dueño, ni mucho menos tiene el poder de manifestarse en la radio que eternamente canta Marilú.

Tiene que darle un destino lógico a su vida; sabe que la vida no depende de su cuerpo esbelto ni de las horas frente a un pedestal equivocado, pletórico de opciones exuberantes y deseos con olor a la impiedad. Abre los ojos.

Siempre ha amado sentarse frente a las olas en la noche. La luna recorta la silueta de una barcaza, de donde llegan a intervalos las voces de sus tripulantes con el ajetreo que conlleva la pesca nocturna. 

Por sus pies, cuando las olas los abrazan, sube un escalofrío que le llega hasta el cuello, erizándole todo el cuerpo gordo que descansa recostado sobre un castillo de arena endurecido por bolitas duras y rojizas. Una señora de edad, con la piel embadurnada de aceites y acostada en la tumbona, trata de llamar la atención del hombre de trusa amarilla que no ha visto como tres jovencitos borrachos patean a Marilú con furia mientras le gritan Fea.
Entre las olas, sacudiéndose los sargazos y la sangre, ve como los jóvenes desaparecen en la noche, mientras el hombre de la trusa amarilla la levanta. Sabe que la vida puede ser un sueño, que a veces las canciones, cantadas o pensadas, se asemejan a esa libertad que también nos inventamos para creernos que no tenemos nombre ni dueño. Sabe que no tiene remedio, que todo lo que ansía en cualquier momento se destruye como se ha destruido su moral frente al océano frío y oscuro. Ni su cuerpo ni los deseos de vivir, ni ese barco que pasa frente a ella, le podrán dislocar su camino. Abre los ojos.

Nunca le ha gustado el mar; le complace mirarlo en sus ratos de ocio desde lejos, ver como los barcos se desplazan bajo el sonido impreciso de sus tripulantes.

Trata de construir un castillo de arena cerca de las olas. Desea que su sangre algún día se mezcle con esos cantos desde la periferia del mundo, donde no importa que le digan fea, perra o puta. Quisiera llamarse Marilú y estar en la cima del mundo con un hombre de piel aceitada, junto a niños y ancianas que la quieran; pero sabe que a veces los sueños son distintos a la vida y que una canción no trae por herencia ni un átomo de felicidad. 

Está sola en la noche de una playa fría. A lo lejos asoma un barco que pretende ser inmenso. Se palpa el rostro con dulzura y camina despacio alejándose del agua, con la certeza de que sin proponérselo, ha aprendido una lección.

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