Quiere ser feliz. La playa está colmada de bañistas, el sol
calienta. Marilú descansa sobre una tumbona ornamentada con los atributos
clásicos de una muchacha con porte para improvisar una canción. Un velero
impulsado por el viento deja oír los gritos de alegría en un baile tropical.
Es pasado el mediodía cuando la multitud
desea un tiempo de relax a la sombra de un cocotero, para beber y acentuar el
paisaje surreal.
Se acerca el hombre con la piel
impregnada en aceites; tres niños juegan a hacer un castillo de arena. Marilú
se voltea para repeler el golpe, pero es tarde. El cuchillo pasa veloz por su
cara, dejando una marca profunda y sanguinolenta; el agresor le grita Puta.
Los niños corren al ver la sangre y el
castillo de arena se llena de bolitas rojas. El hombre se pierde entre la
multitud. Una señora de edad, en trusa verde, ha visto lo acontecido y se
acerca a socorrer a la chica.
Marilú al caer al suelo, sabe que muchas
veces las historias contadas son distintas a las cantadas, que la suerte no siempre
es traída y llevada de mano en mano por los bailadores o por la radio que
eternamente canta Marilú.
Quiere darle otro sentido a la vida
disoluta que ha llevado, lejos de la playa y de las divinas horas frente a un
sol isleño, impregnado en licores exuberantes cuyo espíritu pronuncia los
deseos. Abre los ojos.
No espera nada, ya pasó su hora. La
playa en invierno es más tranquila. Un débil pero constante sol, crea una
sombra tibia con el árbol donde Marilú descansa casi desnuda, con la piel de
gallina por las ráfagas de frío.
A las nueve de la mañanalos bañistas no
se deciden a nadar, prefieren beber y acentuar el paisaje surreal.
Tres gaviotas destruyen un castillo de
arena que envejece por las olas; a lo lejos un velero pasa silencioso. El
hombre, con la piel aceitada y lista para el sol, corre hasta ella para
socorrerla al ver que una señora de edad, con trusa roja, le ha vaciado en
pleno rostro un caldero hirviente mientras le grita Perra.
Se deja caer sobre la arena; sabe que
las historias cantadas son distintas a las historias soñadas, y la suerte no
tiene nombre, ni dueño, ni mucho menos tiene el poder de manifestarse en la
radio que eternamente canta Marilú.
Tiene que darle un destino lógico a su
vida; sabe que la vida no depende de su cuerpo esbelto ni de las horas frente a
un pedestal equivocado, pletórico de opciones exuberantes y deseos con olor a
la impiedad. Abre los ojos.
Siempre ha amado sentarse frente a las
olas en la noche. La luna recorta la silueta de una barcaza, de donde llegan a
intervalos las voces de sus tripulantes con el ajetreo que conlleva la pesca
nocturna.
Por sus pies, cuando las olas los
abrazan, sube un escalofrío que le llega hasta el cuello, erizándole todo el
cuerpo gordo que descansa recostado sobre un castillo de arena endurecido por
bolitas duras y rojizas. Una señora de edad, con la piel embadurnada de aceites
y acostada en la tumbona, trata de llamar la atención del hombre de trusa
amarilla que no ha visto como tres jovencitos borrachos patean a Marilú con
furia mientras le gritan Fea.
Entre las olas, sacudiéndose los
sargazos y la sangre, ve como los jóvenes desaparecen en la noche, mientras el
hombre de la trusa amarilla la levanta. Sabe que la vida puede ser un sueño,
que a veces las canciones, cantadas o pensadas, se asemejan a esa libertad que
también nos inventamos para creernos que no tenemos nombre ni dueño. Sabe que
no tiene remedio, que todo lo que ansía en cualquier momento se destruye como
se ha destruido su moral frente al océano frío y oscuro. Ni su cuerpo ni los
deseos de vivir, ni ese barco que pasa frente a ella, le podrán dislocar su
camino. Abre los ojos.
Nunca le ha gustado el mar; le complace
mirarlo en sus ratos de ocio desde lejos, ver como los barcos se desplazan bajo
el sonido impreciso de sus tripulantes.
Trata de construir un castillo de arena
cerca de las olas. Desea que su sangre algún día se mezcle con esos cantos
desde la periferia del mundo, donde no importa que le digan fea, perra o puta.
Quisiera llamarse Marilú y estar en la cima del mundo con un hombre de piel
aceitada, junto a niños y ancianas que la quieran; pero sabe que a veces los
sueños son distintos a la vida y que una canción no trae por herencia ni un
átomo de felicidad.
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