jueves, 1 de agosto de 2013

Sebastián Mercedes

Se levanta de la cama con un bostezo animal; no ha podido dormir ni una hora en toda la noche. Debe prepararse para su faena en el buró provincial de turismo donde es un importante funcionario. Ha llevado una vida dura en los últimos meses. Un desfalco de enormes proporciones salió a la luz pública, y tiene poco tiempo para probar su inocencia. Está cansado de dar explicaciones a la contraloría nacional que día a día le pide informes y le dejan ver un halo de sospecha de color negro que se expande por las paredes de su oficina y llega hasta su almohada, causándole el desvelo característico que trae el estar constantemente caminando por el filo de una navaja.

Tiene un plan bien preparado: irse a otra ciudad cuando termine la investigación. Pedirá la baja de su trabajo y buscará alguna forma para mudarse a La Habana, Cienfuegos, o cualquier lugar que lo acoja sin manchas.

Sale del baño tarareando una canción a pesar del apagón que lo mantuvo en jaque desde la madrugada; pone la cafetera al fuego mientras unta con apetito un trozo de mantequilla derretida en el panecillo viejo que lleva dos días esperando por sus dientes.


Siempre hay una esperanza, piensa preocupado. Cuando uno es inocente, a la corta o a la larga se sabrá la verdad; lástima que nunca sabré quién fue el hijoeputa en la oficina de economía que alteró los cheques de compra.

La mañana está más fría de lo acostumbrado; se da un buche de café mientras acaricia con su mano derecha el cigarrillo H.Upmann listo a prenderle fuego. Camina mareado hasta la ventana para abrirla y lanzar a la atmósfera el oxígeno de sus pulmones cargados de nicotina, cuando algo lo horroriza al punto de soltar la taza de café y el cigarrillo. Desde su ventana, que hasta ese momento gozaba de una vista citadina, compactada en edificios chatos, tejados color marrón y la calle principal de la ciudad, solo puede ver una inmensidad baldía; rocas puntiagudas se pierden en la distancia hasta fundirse con un horizonte bermellón. En el cielo, luciendo todo su colorido habitual, colosal y silenciosa, está la tierra. Es tan grande que se pueden ver con claridad los continentes.  En América amanece; no se alcanza a divisar a Europa sumida en la negrura de la noche. Un silencio extremo entra por la ventana; siente, estupefacto, cómo se le congelan las manos y la garganta sin poder pronunciar una palabra.
Cierra todas las puertas de la casa. No atina a pensar con cordura, y una bola dura como las pelotas de béisbol le asoma en su bajo vientre. Piensa que todo es un sueño y que en cualquier momento despertará con el sonido de su reloj y comenzará su rutina. Se palpa todo el cuerpo y abofeteándose para despertar, corre hasta el lavamanos y sumerge la cara. No pasa nada; tiene miedo de abrir de nuevo la ventana, pero sabe, por el silencio que lo rodea, que no está en su barrio, ni en su ciudad ni en su planeta. 

¿Estará enloqueciendo? Quizás con tanta presión en el proceso de la contraloría sus nervios se desmantelaron. La locura debe ser como un escape, pero no, no debo estar loco, pues conservo con claridad todos mis recuerdos, y veo con justeza todo cuanto sucede. Tampoco estoy muerto porque no veo la lógica de morirse y despertar en esta mierda de lugar.

Él nunca ha sido un tipo escapista, ni ha pensado en las musarañas con las cuales otros se recrean; no entiende cómo y por qué sucede esta locura que no alcanza a comprender. Por otra parte, no ha profesado religión alguna que lo predisponga a aspirar un mundo en el más allá.
Se siente solo. Quiere hacer una llamada a la oficina. Levantará el teléfono Margarita Vásquez, la secretaria que lo vuelve loco desde hace muchos años, pero él, un hombre tímido, no ha podido traspasar el muro virtual que lo incomunica. Muchas veces ha intentado invitarla a comer en cualquier restaurante de la ciudad; pero solo ha logrado llegar hasta su escritorio y darle los buenos días con algún ingenuo halago. Sabe que ella lo acompaña calladamente en el proceso contra el desfalco; ve en sus ojos la confianza y la esperanza de que en algún momento, él se decida a invitarla a salir.

El teléfono está sin tono. Otra preocupación. No hay forma de llamar a su empresa y decir que ha tenido una noche dura, que mañana a primera hora estará presente en la oficina.

El color rojizo del exterior se filtra por las rendijas de la puerta y las ventanas. Se decide a mirar otra vez, con tensión, y sí, allá está la tierra girando orgullosa, mientras la vista se pierde en la distancia.

Pasa todo el día sentado en el suelo, entre el sofá y algunas revistas de economía que descansan junto al periódico del día anterior. En primera plana anuncia que la provincia cumplió el plan anual en la siembra de cebolla, que anoche pusieron en la televisión la película Esperando la carroza, y que el mundo está revuelto, que hay guerras de rapiña, atentados y suicidios en los cinco continentes.

La vida es una mierda, piensa. Los papeles están listos para probar mi lealtad a la empresa, no creo que a la hora del juicio yo esté entre los implicados en el desfalco.

Tiene hambre y sed pero no puede comer; siente como si el esófago tuviese un tapón que no deja bajar los alimentos. Grita por fin, pide auxilio desde su puerta, pero solo un eco lejano regresa, contaminado con el frío insólito del espacio sideral.

Tiene que hacer algo; sabe que las cosas nunca son como suelen ocurrir en las pesadillas ni en las películas de ciencia ficción. Hace un plan de sobrevida: pasa lista de sus provisiones; le quedan muchas libras de arroz, frijoles, una caja llena de huevos, tiene fideos, agua potable y tres botellas de vino Soroa.

Se le van las horas sentado en el sofá de mimbre; el reloj de pared no se cansa de advertirle que el tiempo, en cualquier lugar del universo, corre con prisa. Llega su primera noche. Con el estómago vacío y una migraña terrible causada por el estrés, intenta dormir. Piensa que es feliz, que en la mañana todo volverá a la normalidad y que las cosas, a veces, son dispares y loquísimas. Se duerme con una tranquilidad insospechada. Al despertar en la mañana, vuelve a su ventana con la esperanza de oír los bicitaxis, las colas y el sonido desgarrado del mercado en CUC que colinda con su casa. Pero el planeta tierra sigue flotando en el cielo, amaneciendo en América.

 Se tira con fastidio en la silla. Ha perdido las fuerzas de pensar, y un presentimiento lo comienza a convencer de que estará en ese sitio para siempre.

Se pregunta qué estará pasando en su oficina. Ya lo han declarado desertor, y todos pensarán que él fue el ladrón que se embolsó los miles de pesos convertibles. La policía lo buscará en su casa y se armará tremendo rollo. Pero no puede hacer nada; tiene mucho miedo intentar salir a ese espacio desolado que lo rodea y perderse entre las montañas peladas donde no atina a ver caminos ni veredas.

Carajo, tanta gente que quiere irse a cualquier parte y me tiene que pasar a mí. Por fin logra comer; se ha preparado un sándwich con huevos y abre una botella de vino. Qué diablos, esta locura pasará tarde o temprano; tampoco me voy a desesperar; si estoy soñando, ya despertaré.

Pero no, no está soñando. Pasó el tiempo e intentó, cada día al despertar, proponerse con firmeza que ya estaba en su ciudad, con su bulla y sus desfalcos, las broncas por la escasez de agua, los chismes de pasillo y la salación de soportar un juicio ingrato.

Se aburrió de sufrir, llorar y gritar. Ya duerme bien y sueña que es feliz rodeado de promontorios y polvo rojo.

Hoy debe ser domingo. Se me acaban las provisiones. Ya deben saber que soy inocente; quizás ya descubrieron al maricón que robó el dinero; ya estará en el Vivac pasándola peor que yo.

Sebastián Mercedes se decidió a salir de su casa. Caminó medio kilómetro y halló un lugar cómodo en la piedra para observar la distancia y el paisaje celeste. Abrió su última botella de vino y se acostó mirando a la tierra. Ya es tarde en mi país; la noche avanza sobre la ciudad. Las llaves de mi oficina están aquí; me divierte pensar dónde cojones creerá la gente que yo estoy. Mira a su isla, diminuta y oscura entre las fauces de América del norte y la península de Yucatán. Afina la vista y adivina dónde está su pueblo. Allí debe estar Margarita Vásquez vigilante y nerviosa, esperando que se enciendan las luces de mi oficina; si tengo suerte derramará alguna lágrima por mí y pensará que pudo ser feliz conmigo. Cuando pueda, no sé cómo, le haré llegar noticias; le diré que estoy bien. 
Ya el polvo rojo ha sepultado sus pies; una gota de vino mancha la comisura de los labios, mientras observa en silencio a la tierra girando majestuosa.

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