En el fondo del patio, lugar al que se
llega por un largo y estrecho pasillo, vive el puerco. Tres veces al día recibe
su dieta de polvos fortificantes, pan
viejo mezclado con miel de purga y restos de la comida familiar.
Espera pacientemente el fin de año para
ser sacrificado y así contribuir al bienestar de su gente. Él lo sabe; diríase
que es un puerco perspicaz y lleno de interrogantes sobre la vida, la suerte y
la condición de estar vivo.
Es una familia casi perfecta: el señor
José, su esposa y los tres hijos en grata convivencia. Observa con detenimiento
a todos en la casa. Oye los gritos alegres, las discusiones típicas de un
matrimonio enraizado, y disfruta con devoción el retozo de los niños cuando por
accidente están cerca de su corral.
En sus momentos de reflexión, se imagina
como padre de una familia como esta que lo engorda. Sueña con lucir una camisa
de flores doradas como José y salir tomado de la mano con una mujer linda,
luciendo esos inmensos tacones rojos cuyo sonido marca las noches de la casa.
Se imagina sentado frente a una mesa con mantel a cuadros, degustando
exquisitos manjares y volátiles bebidas, sosteniendo una conversación agradable
con los comensales.
Sabe que si se lo propone, podría ganar esa felicidad soñada y alejarse del corral mortífero;
pero tiene dudas, pues si logra cambiar su suerte, tendría que hacer
lógicamente todas las maniobras que dictan las leyes del buen vivir, incluida
la crianza, sacrificio y cena de fin de año, de un puerquito soñador e
inteligente como él.