Ayer domingo 20 de octubre fue el día de la Cultura Nacional,
el aniversario 145 de la presentación en público de nuestro hermoso Himno Nacional. Fue un domingo como otro cualquiera en la ciudad
de Sancti Spíritus, lo que implica alejamiento de las pocas zonas de vanguardia
en la isla de Cuba. Un domingo chato como todos, aburrido y caluroso, a
pesar de ser un octubre avanzado.
Me propuse dormir la tarde, alejándome
del sol que se explota como un botellazo en las cabezas de aquellos que deciden
salir a pasear, pero el vecino, sin previo aviso, encendió su stereo con
las bocinas enfocadas a todo el barrio, y sin pensarlo dos veces arrancó
con lo más popular de la música llamada del Ayer
Reciente a todo volumen y con la desfachatez característica de alguien que
quiere a toda costa divertirse de lo lindo.
En par de horas de oyente obligado, repasé todo el repertorio que llegó a nuestro país desde los años 60 hasta
casi los ochenta; claro, la más popular de aquel entonces, lo que no quiere
decir que la mejor.
Después, para remachar el clavo, luego de
oír desde Rita Pavone, pasando por
los imprescindibles Fórmulas V hasta
José José, en la TV pusieron, para suerte mía, el
clásico musical Los Paraguas de
Cherburgo con su fabulosa banda sonora de Michel Legrand. No faltaba más,
un domingo Yeyé desde mi alcoba, en busca del Xanadú, reino perdido.
Pero claro que se corre el telón; la edad
traiciona y solemnemente comienzas a tararear todas aquellas melodías que te
hicieron feliz en la lejana mocedad, tópico este que nos hace pensar en esa
condición estética oculta que traen algunos eventos.
La nostalgia podría ser una zona de
resistencia, sobre todo cuando la contemporaneidad hace una diferencia
insalvable. Cierto que todo debe ser un proceso lógico, nuestros padres y
abuelos añoran a Roberto Faz y la
fabulosa música de victrola. Hasta aquí todo funciona de maravillas, y no puede
ser de otra manera porque la vida, aunque no nos guste, es lineal.
Lo que me lleva a la reflexión es que estos
focos, como en el que milita mi vecino, son focos alternativos de resistencia a
la pseudo cultura musical que oficialmente se difunde en los centros de
recreación, zonas bailables y se aloja cómodamente en las memorias flash de los
jóvenes.
Mi preocupación es la siguiente: ¿Habrán
focos de resistencia musical dentro de treinta años, y sentirán los que son
jóvenes hoy, la melancolía que trae consigo escuchar aquellas canciones que nos
alimentó la adolescencia? Lo dudo; y no estoy defendiendo a capa y espada la
música que sostiene mi vecino, pues sabemos con certeza que casi toda era copia
mala del panorama musical anglosajón; era lo que llegaba a la isla pasando una
censura que nos impedía escuchar los originales y nos embarcaba en una
parafernalia de cartón. Así nos salvaríamos del capitalismo en inglés, y
nosotros, pioneritos delicados, no sufriríamos los embates ideológicos de una
sociedad en quiebra en los años sesenta, como lo era cualquier país donde se
hablara el idioma de Janis Joplin.
Pero aun así, los que peinamos canas,
tenemos una carta bajo la manga: una nostalgia musical, verdadera o falsa, que
nos hace recordar lo bueno y grande que era el mundo cuando enamorábamos
muchachas en la puerta de la escuela escuchando a Los Mitos y a Juan y Junior.
Me da pena con los jóvenes de hoy, y no es
un conflicto generacional, es un problema cierto y grave, pues hay jóvenes
salvados, aquellos que se sostienen hoy con la buena música, nacional o
foránea; pero son la triste minoría.
En realidad hoy en Cuba falta la ética
sonora en la cual exista un trabajo de referencia que dicte, sin vetar nada, lo
mejor y/o más estético que se realiza dentro y fuera de la isla. No pido que
censuren el reggaeton, pues si esto sucede, hasta mi vecino cambiará la década
prodigiosa por dicho fenómeno.
Sucede que en los años setenta nos gritaban
en los oídos, por todos los medios posibles, que el Rock (en general toda la
música en inglés) era producto de una sociedad enajenada, que producía un
alejamiento de los valores reales y era, por supuesto, nocivo a una juventud
como nosotros, que buscábamos (o habíamos encontrado) la fórmula del hombre
nuevo. Y claro que no toda la música anglosajona era buena y no todo el Rock
era de elevada estética, solo que en el mismo saco censurado entraba todo lo
bueno y lo malo que pudo llegar y no llegó.
¿Entonces qué pasó? Pues no existe nada más
enajenante que la aberración que se
promociona en todas las plazas musicales y por las redes oficiales.
Claro, tristemente nada viene solo, y la avalancha de mal gusto musical viene
de manos con la falta de educación formal, la ausencia total de sensibilidad
para la verdadera cultura, la apatía y el cuchillo; pero estamos recogiendo lo
que sembramos allá por los años sesenta, cuando además de prohibir la mejor
música foránea, se le llamaba bitongos a aquellos que sostenían un comportamiento
educado y con clase. Se les llamaba bitongos y gente con rezagos del pasado
pequeño burgués a los ciudadanos decentes que daban las gracias, los buenos
días y trataban de alejarse de la vulgaridad de moda, fenómeno que trajo a la
larga la intolerancia, la violencia en todos los aspectos y la filosofía
callejera del Bicho, la del tipo violento, de escasa urbanidad, incapaz de
sostener una conversación, pero triunfador a su manera.
Que todo se trata de que los jóvenes de hoy
no piensen mucho, no es nada descabellado, es un hecho que se demuestra día a
día, o mejor, noche a noche, cuando veo salir de los clubes nocturnos de la
ciudad a una masa desenfrenada y turbia, con los ojos perdidos y los sentidos
bloqueados de tanto reggaeton y su ola de violencia.
Pero nosotros, los tembas de hoy, estamos
nuevamente callados, mirando por nuestra ventana estos aires de terror y de
escasos pensamientos. Si comparo a un joven de mi etapa de estudiante, incluso
uno de aquellos que nunca disfrutó ni de Juan
Manuel Serrat ni de Emerson Lake &
Palmer, con cualquier muchacho reggaetonero de hoy día, veré con exactitud
las carencias del joven de hoy; no aspiro a que escuchen a Bach y a Vivaldi, ese
es un lujo que adquirí precisamente escuchando en mi juventud a las bandas de
rock sinfónico, aquellas que en su momento tampoco eran difundidas por los
medios oficiales. Entonces en un día como ayer, sagrado para la Cultura Nacional, escuchando la música de mi vecino, a sabiendas de que no es Serrat, ni Los Beatles, ni Elena Burke, tuve que sonreír y tatarear con nostalgia las canciones de Los Mustangs, Marisol y La Massiel, creando
en mi cuarto otra especie de zona Vintage.
Hay muchísimos focos por toda Cuba, son los
bastiones de los que no se resignan a escuchar lo que está de moda; pero me da
pena con los jóvenes. Cuando estos chiquillos sean adultos y quieran recordar
la música que los hizo libres, tendrán que acudir a toda esa manada de reggaetoneros
que hoy ensucian el espectro sonoro de la isla. Me pregunto qué sentirán cuando
siendo ya unos vejetes, en un domingo aburrido como este, busquen entre sus
grabaciones y encuentren para ablandar la tarde, un disco de Wisin & Yandel y Daddy Yankee, y canciones que digan: te voy a poner rojo el agujero, temas
que serán el sustento de su pasado, y el presente mío y de mi vecino.