lunes, 25 de noviembre de 2013

Resucitan dos hermanos en Sancti Spíritus


Los hermanos Roberto y Sinecio Franco

Los hermanos Sinecio y Roberto Franco, ciudadanos espirituanos, han resucitado después de casi una semana de haber sido declarados fallecidos. Eran muy populares en la barriada de Colón de la ciudad de Sancti Spíritus. 

El día primero de noviembre del año en curso, sin causasadvertidas por los médicos, expiraron repentinamente, causando desolación entre familiares y amigos.

Luego de los rituales acostumbrados en nuestra cultura, como el velatorio y despedida de duelo a las puertas del Cementerio Municipal, ambos cuerpos fueron sepultados debidamente.

El insólito caso ocurrió cuando el día seis de noviembre, en las primeras horas del día, cuenta el sepulturero Pedro Gutiérrez, después de un extraño ruido en la bóveda de la familia Franco, vio cómo la loza principal se movía  hasta caer estrepitosamente al camino real. Observó después el resurgimiento de los hermanos, trayendo gran confusión entre los trabajadores del centro.

Cuenta Pedro que corrió como todos sus compañeros;pero confiesa que lo peor vino después, cuando los hermanos se aparecieron en el barrio de Colón. La policía local, ha intervenido en el cementerio para pedir explicación a tal suceso.

Pedro Gutierrez, el sepulturero.
A tan extraño acontecimiento no ha podido sustraerse nadie en la ciudad; cientos de personas se congregan día y noche frente a la casa de la familia Franco.
Los hermanos, escondidos del barullo, no quieren dar entrevistas a la prensa local; solamente se sabe, después de la investigación de rigor por parte de médicos y los órganos de la Seguridad, que están tranquilos y no soportan ni el ruido ni la demasiada claridad.
Ya se han filtrado algunas anécdotas, contadas por los hermanos a sus familiares más allegados. 

Cuenta Roberto que estando junto a su hermano a la orilla del río, vio cómo este cayó de bruces al suelo y se asustó mucho. Cuando fue a socorrerlo, tratando de levantarlo, asegura que de pronto se dio cuenta de que estaba en otro lugar, y la persona que sostenía entre sus manos no era su hermano Sinecio, era una mujer madura, asegura Roberto, de espaldas anchas y cabello corto.
Al soltarla, esta cayó sobre un césped muy bien cuidado, entonces llegaron muchas mujeres maduras y se ocuparon de la amiga caída. Después de revivirla, lo convidaron a danzar y le ofrecieron una bebida muy extraña en unas copas muy largas y plateadas.
Cuenta Roberto que nunca se desesperó, y que cuando trató de hablarles y preguntar dónde estaba, las mujeres se escapaban de su lado y se escondían entre los arbustos.
Después lo llevaron a una casa de madera muy alta y le encomendaron la tarea de revolver un caldero humeante repleto de viandas y vegetales. Así estuvo muchos días hasta que una mujer, bien vestida y en tacones altos, le dio a probar el caldo en cocción.
Apenas lo probó lo atacó un fuerte dolor en el abdomen; sintió que sus pies abandonaban el lugar hasta caer en una celda oscura y fría, que resultó ser la bóveda familiar en el Cementerio Municipal.

Salir de la caja fue fácil, pues esta estaba abierta; después, con la ayuda de un pico y una pala, logró promover la lápida principal; fue entonces que a la luz que entró por la grieta, pudo ver a su hermano ya fuera de la caja, tratando de salir también al exterior. 

Roberto dice que no quiere hablar mucho del suceso porque le da miedo. Cuenta que ha estado muchos años sin trabajar, viviendo delos ahorros de sus padres y su hermano, que desea dar un cambio a la vida y se dedicará a vender pizzas en un local pequeño que alquilará en el vecindario.

La experiencia de Sinecio es completamente distinta; electricista de profesión, obrero ejemplar en la empresa de mantenimiento de educación, ha contado a su familia que a la hora de morir se encontraba junto a su hermano a la vera del río Yayabo cuando de pronto una luz acompañada por un extraño ruido lo hizo caer al suelo. 

Al levantarse estaba en un largo corredor atestado de fotos de vacas e inmensos barriles cerrados herméticamente. Caminó asustado durante horas hasta llegar a una salida donde se encontró, solo y desnudo, frente a un paisaje extremadamente raro, cuenta Sinecio. Unos individuos callados, de rápido caminar, lo sumergieron en una tina helada y le pintaron en el pecho un signo que él no pudo reconocer; seguidamente, con mucho frío y arropado con mantas de color magenta, fue lanzado con una fuerza superior a las ramas de un árbol repleto de extraños frutos. Allí se quedó por varios días y nunca sintió ni hambre ni cansancio. 

Cuenta que el silencio era tan grande que sintió su propio corazón latiendo apresuradamente, y que después de muchos días, cuando decidió por curiosidad probar el fruto del árbol, escuchó un sonido como del claxon de un auto en el momento de arrancar la fruta. Apenas pudo probar el extraño dulzor, pues sintió un impulso violento que lo lanzó contra una vaca que pastaba bajo la sombra del árbol. Al abrir los ojos estaba en la bóveda del cementerio junto a su hermano que ya trataba de abrir la puerta para salir al exterior.

Sinecio cuenta que la experiencia ha sido muy extraña, que su vida ha cambiado y por tanto, debe darle otro rumbo a su existencia. Comenta que a pesar de llevar una vida tranquila y aparentemente feliz, desea sentir nuevos aires. Por ahora, dice, quiero conseguir una visa e irme a Miami a trabajar en lo que sea, pues tengo deseos de comenzar de cero en cualquier lugar del mundo.

Confusión y desorden frente a la bóveda de la familia Franco.

La ciudad de Sancti Spíritus está revuelta con este acontecimiento. Han llegado personas de muchos lugares y diferentes objetivos;la acera de los Franco está repleta de religiosos, científicos e incrédulos. 


Muchos dicen que ya era tiempo de que en la barriada de Colón, lugar tranquilo de la ciudad, pasara algo importante.

jueves, 21 de noviembre de 2013

La montaña


                                                                                                                                                             Foto: cortesía de Indigo Hynmwriter


La veíamos en cada amanecer. Rodeada de sus súbditos leales: el viento, la lluvia. Imaginábamos su cuerpo fragmentado y sus derivaciones hacia otra piedra, otra ilusión de vida que se despeñaba ante nuestra atónita mirada.

Allí, decías, los colores serán tibios como el arcoíris, y las palabras llegarán impolutas al oído más rebelde.

Pero el paisaje no deja ver la otra verdad: los miedos y la sed de un salto. El terror estival nos consumió cuando lentamente fuimos escalando sus lomos inexactos. 

Esperando una fuerza atemporal, los estadios del alma cobraron forma.
Lejos, muy lejos se divisa el mar y la ciudad perdida; entre los laberintos de occidente está el hogar que alguna vez soñamos. Pero no pudimos ver, solo intuimos esos remansos de paz, pues la montaña esconde en sus atardeceres la verdadera romanza.

Al llegar al sitial más alto, repetías, haremos la paz eterna entre nosotros y el mundo que se va por la cloaca; pero los mundos no son iguales desde arriba. 

Lloraste cual ciruelo enfermo. Las tardes son las mismas aquí arriba, solo que la montaña nos da otra recompensa: el sentirnos solos, alejados del tren y de las ferias.

Ahora, entre el bullicio, caminamos con la certeza. Quizás fuimos otros o en otra vida fuimos los mismos.

Allá está imperando; y lanzamos una mirada soez a la lejanía y nos dejamos llevar aparentemente por el silbato del tren y la feria de provincia, calentando en nuestra hoguera el eterno deseo de saltar.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Melancolía



A José María de la Concepción se le vino abajo todo su retablo aquel día en que vio cómo su último amigo de la infancia cambió el rumbo de su vida tras el largo camino de la emigración. El auto se marchó hacia el aeropuerto y sus manos sólidas acariciaron por última vez aquellas otras que lo acompañaron a tumbar mangos y a robar los panes que Jerónimo dejaba la ventana de la panadería del barrio.
 El primer síntoma de la vejez debe ser el alejamiento de esos impulsos fuertes que dictan la vida. Pero el peor, el más despiadado, es cuando comienzan a caer los dioses, cuando ya no se espera nada, cuando da igual que no pongan en la radio tu canción.

José María es experto en Dominó. Juega sentado en la soledad de la tarde. Juega solo y se imagina algún lugar en el universo, donde tira con violencia el doblenueve y sus amigos lo proclaman el campeón absoluto. Siente el dulce choque de los vasos de aguardiente, mientras Felipe, su amigo del alma, lo acaricia en el hombro y le dice –carajo José María, eres el mejor. Entonces se estira en el taburete y le ordena a su esposa la última fritada justo cuando ella pasa a su lado, etérea y rosada.

Podría estar toda la vida jugando y disfrutar de los elogios de sus buenos camaradas, pero todo es un engaño.
Felipe vive en Roma y hace más de cinco años que no sabe de él; Maritza, su tierna esposa, se fugó a Miami con Carlos, el mecánico de su desvencijado fogón Pique. Solo queda su casa sin pintar, un tocadiscos ruso y dos o tres vasos de  la Alemania Democrática en los cuales hace mucho que no baila el alcohol.

José María es un hombre cabal. Consagra su vida a tiempos remotos y abre su manual de carpintería, enviado por  Pepe desde España;  imagina una mesa de roble recién salida de sus manos, llena de virutas de pan y mermelada junto a sus dos hijos, Julieta y Alejandro, el sueño irrealizado cuando se casó con Maritza hace más de treinta años.

Sabe que es dueño absoluto de su vida; su pasado y su futuro pertenecen totalitariamente, a esas fotos amarillas tiradas en la cama, al olor a tierra mojada del antiguo jardín y a las voces agradables que lo proclamaban el eterno anfitrión de las veladas nocturnas.