lunes, 11 de noviembre de 2013

Melancolía



A José María de la Concepción se le vino abajo todo su retablo aquel día en que vio cómo su último amigo de la infancia cambió el rumbo de su vida tras el largo camino de la emigración. El auto se marchó hacia el aeropuerto y sus manos sólidas acariciaron por última vez aquellas otras que lo acompañaron a tumbar mangos y a robar los panes que Jerónimo dejaba la ventana de la panadería del barrio.
 El primer síntoma de la vejez debe ser el alejamiento de esos impulsos fuertes que dictan la vida. Pero el peor, el más despiadado, es cuando comienzan a caer los dioses, cuando ya no se espera nada, cuando da igual que no pongan en la radio tu canción.

José María es experto en Dominó. Juega sentado en la soledad de la tarde. Juega solo y se imagina algún lugar en el universo, donde tira con violencia el doblenueve y sus amigos lo proclaman el campeón absoluto. Siente el dulce choque de los vasos de aguardiente, mientras Felipe, su amigo del alma, lo acaricia en el hombro y le dice –carajo José María, eres el mejor. Entonces se estira en el taburete y le ordena a su esposa la última fritada justo cuando ella pasa a su lado, etérea y rosada.

Podría estar toda la vida jugando y disfrutar de los elogios de sus buenos camaradas, pero todo es un engaño.
Felipe vive en Roma y hace más de cinco años que no sabe de él; Maritza, su tierna esposa, se fugó a Miami con Carlos, el mecánico de su desvencijado fogón Pique. Solo queda su casa sin pintar, un tocadiscos ruso y dos o tres vasos de  la Alemania Democrática en los cuales hace mucho que no baila el alcohol.

José María es un hombre cabal. Consagra su vida a tiempos remotos y abre su manual de carpintería, enviado por  Pepe desde España;  imagina una mesa de roble recién salida de sus manos, llena de virutas de pan y mermelada junto a sus dos hijos, Julieta y Alejandro, el sueño irrealizado cuando se casó con Maritza hace más de treinta años.

Sabe que es dueño absoluto de su vida; su pasado y su futuro pertenecen totalitariamente, a esas fotos amarillas tiradas en la cama, al olor a tierra mojada del antiguo jardín y a las voces agradables que lo proclamaban el eterno anfitrión de las veladas nocturnas.

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