A José María de la Concepción se le vino
abajo todo su retablo aquel día en que vio cómo su último amigo de la infancia
cambió el rumbo de su vida tras el largo camino de la emigración. El auto se
marchó hacia el aeropuerto y sus manos sólidas acariciaron por última vez
aquellas otras que lo acompañaron a tumbar mangos y a robar los panes que
Jerónimo dejaba la ventana de la panadería del barrio.
El primer síntoma de la vejez debe ser el alejamiento
de esos impulsos fuertes que dictan la vida. Pero el peor, el más despiadado,
es cuando comienzan a caer los dioses, cuando ya no se espera nada, cuando da
igual que no pongan en la radio tu canción.
José María es experto en Dominó. Juega sentado en la
soledad de la tarde. Juega solo y se imagina algún lugar en el universo, donde
tira con violencia el doblenueve y sus amigos lo proclaman el campeón absoluto.
Siente el dulce choque de los vasos de aguardiente, mientras Felipe, su amigo
del alma, lo acaricia en el hombro y le dice –carajo José María, eres el mejor.
Entonces se estira en el taburete y le ordena a su esposa la última fritada
justo cuando ella pasa a su lado, etérea y rosada.
Podría estar toda la vida jugando y disfrutar de los
elogios de sus buenos camaradas, pero todo es un engaño.
Felipe vive en Roma y hace más de cinco años que no
sabe de él; Maritza, su tierna esposa, se fugó a Miami con Carlos, el mecánico
de su desvencijado fogón Pique. Solo
queda su casa sin pintar, un tocadiscos ruso y dos o tres vasos de la Alemania Democrática en los cuales hace
mucho que no baila el alcohol.
José María es un hombre cabal. Consagra su vida a
tiempos remotos y abre su manual de carpintería, enviado por Pepe desde España; imagina una mesa de roble recién salida de sus
manos, llena de virutas de pan y mermelada junto a sus dos hijos, Julieta y
Alejandro, el sueño irrealizado cuando se casó con Maritza hace más de treinta
años.
Sabe que es dueño absoluto de su vida; su pasado y su
futuro pertenecen totalitariamente, a esas fotos amarillas tiradas en la cama,
al olor a tierra mojada del antiguo jardín y a las voces agradables que lo
proclamaban el eterno anfitrión de las veladas nocturnas.
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