miércoles, 8 de julio de 2020

Vamos a morirnos.



Somos unos cincuentones tan aburridos y desfasados que decidimos morirnos. Ya no nos importa la noche, ni el whisky, ni las mujeres ni los discos de Led Zeppelin. Esa es una buena señal para morirse.
Lo descubrimos una tarde, sentados los cuatro en el balcón. Había cerveza y cigarrillos. En el bafle sonaba Beth Hart con Joe Bonamassa disparando Strange Fruit.
Luego de un silencio de minutos, mirando sin mirar, fue que afloró la interrogante solidaria: ¿Por qué no nos matamos y salimos de esta mierda?
Demoró varios segundos en hacer efecto, pero la onda expansiva fue creciendo. Nos miramos asombrados, conscientes, seguros de que esa era la mejor idea que se nos había ocurrido.
Hemos estado por años tratando de degustar sensaciones extremas, pero los extremos cansan y descansan sobre un cimiento flojo.
Una sonrisa de complicidad afloró.
Como la hélice de un ventilador girando en sentido contrario, o un globo aerostático que regresa solo a su lugar, asentimos con esa carga productiva que se erige en momentos cumbres.
- Caramba, qué idea. Pensamos en silencio. Una nube de proyectos se posó sobre nosotros mientras la tarde casi se marchaba, y a lo lejos el sonido del puerto nos aseguraba un buen final para esta historia.
Con nuestras melenas blancas, con coleta y todo, y preparándonos para lo que debía suceder, seguimos procesando datos:
- Sí, ¿Pero cómo?
Así comenzó el viacrucis.
Para morirse (nos planteamos) lo primero que debemos tener seguro es de que estamos totalmente vivos (Elemental) y con ganas de morirnos de verdad. Morirse en serio trae problemas, pues no es nada como para jugar o hacer bromas absolutas, de esas que la gente no digiere mucho; bromas al fin y al cabo.
Estamos vivos, o casi vivos, por decirlo de algún modo. Eso es bastante.
El método de marcharnos, a la misma vez y en pleno dominio de nuestra conciencia, hay que estudiarlo bien.
Alguien expone la tesis de que todo suicida pierde la razón. No es nuestro caso. Hay que hacerlo con claridad.
La última vez que salí con una muchacha; cuenta, nos sentamos a beber una buena botella de vino sentados en la escalinata de la iglesia. Eran las tres de la madrugada y nada sucedió. Ella quería irse a bailar; yo deseaba besarla con fuerza. Creo que lo supo, pero no sucedió nada, a pesar de que en algún momento, ella esperó algo de mí.
- Pero eso no es un buen motivo para matarnos-. Le acotamos.
- Claro que no, pero creo que morir bebiendo es un buen método.
Hablamos de comprar cuatro cajas de ron; una para cada uno, y comenzar a beber hasta reventar de un infarto o Hipoglicemia. Pero la idea fracasa: Morir de alcohol no debe ser muy agradable, y además, si llegamos a la pérdida de la conciencia, allí, en esa esquina, podríamos trocar el deseo de morir por el deseo de seguir bebiendo.
No hay sensación más grata que acostarse en la azotea una noche de fiestas populares, y si es sábado mejor. Escuchar a lo lejos la algarabía de los fiesteros, la música barata inundándolo todo, la risa acompasada de las muchachas. Esa sensación de lejanía es el único sustento.
– ¿Y si morimos de hambre acostados en la azotea una noche de sábado?- Les propongo.
Todos callan; no resulta, no produce el efecto deseado.
Otro del cuarteto, que aún conserva sus pantalones acampanados y las patillas a lo Lennon, sostiene que morir de hambre es imposible, pues demora días y quizás semanas, lo que traerá una revaloración del caso, e iremos al hospital con las defensas por el suelo y con unos deseos inmensos de vivir. Es lógico, hambre avisada no mata soldados.
La habitación llena de discos de acetato, botellas vacías y un bafle tembloroso. En la pared central cuelgan, como casadas, la carátula del Surrealistic Pillow y otra de Vivaldi.
Cuando pinté el techo de azul le añadí varias nubes como en los discos psicodélicos. Ahora, después de tanto tiempo, me parece ridículo que haya estado acostado en un andamio por una semana, decorando con fatales nubes el salón principal. Mi esposa se largó en esa época; yo me consolaba llamando a estos consortes, y ya en la noche habíamos consumido el tiempo hablando tonterías sobre el fin del mundo, la falta de buen gusto entre los jóvenes y bebiendo como perros.
Matarse no es fácil. Podríamos envenenarnos con champú, con aceite vegetal en grandes cantidades, tomar petróleo o lanzarnos del séptimo piso de mi edificio. Nada convence tanto como el vacío. En esos segundos de caída, sería bueno filmar, copiar y repartir entre la gente el batacazo contra el suelo de cuatro cincuentones aburridos; pero si estamos aburridos, lo seremos igual en esa otra vida que nos anuncian en las pancartas espirituales. Todo es sobrevivir hasta el final del pasillo.
Podríamos degollarnos-, proseguimos. – Lo hacemos bien entrada la noche en el Parque Central. Provocarnos un infarto, tirarnos delante de una guagua local, tomar una dosis alta de píldoras para la presión. Podemos darle candela a esta casa, y de paso provocar un incendio a gran escala. Lanzarnos contra un pelotón de las FAR, machete en mano, y morir baleados. Morir de calor, de frío, de invasión de Reggaetón.
Sería fabuloso colarnos en el Zoológico y lanzarnos al foso de los leones como en la antigua Roma. Matar a un policía y comérnoslo a la luz del día para ser juzgados por asesinato y terminar fusilados. Morir de aburrimiento, aunque es muy difícil, pues llevamos años de espera. Morir de un susto. Morir de felicidad pagando cuatro putas y tomarnos una caja de viagra. Podemos asaltar el Banco Nacional, y lanzar a la calle millones de dólares antes de recibir en el pecho la descarga de fusilería. Podemos pagar a un delincuente que nos mate a machetazos, asesinar a grandes personajes para alcanzar la pena capital; matar por ejemplo a Silvio, a Pablo, a la orquesta Los Van Van, al equipo Industriales o a Padura. Tirarnos en un río crecido o ahorcarnos como lo hacían a los negros sureños, como Strange Fruit.
Se acaba la canción de Beth Hart y todavía no sabemos cuál método utilizar para marcharnos.
Otro habló por primera vez:
- Vamos a comprar comida y bebida, y esperar acostados, con las cabezas en los rieles, a que pase el tren.
Silencio de sepulcro (buena analogía). Nos volvemos a mirar asombrados de tanta cohesión y simplicidad de sus palabras. Claro; la línea está ahí, apenas a una cuadra de nosotros. Es casi de noche, es viernes y posiblemente llueva en la madrugada. Mejor no podría ser.
Lo abrazamos con devoción, y sin pensarlo mucho, pues pensar complica el ritmo, nos largamos a la búsqueda de alimentos.
Hemos comprado cuatro enormes pizzas de jamón y ocho latas de Seven Up.
Estamos acostados con nuestras cabezas en los rieles. Son las once de la noche y las estrellas desaparecieron con las nubes húmedas que amenazan desde el cielo.
Estamos prestos; esperando a que pase el tren para salir de este tedio en el que caímos de rebote como todo el mundo; callados, seguros de que todo será para nuestro bien.
Alguien del cuarteto tatarea Midnight Train to Georgia muy bien afinado, cosa que nos da, a pesar de la solemnidad, muchísima gracia.