lunes, 21 de octubre de 2013

De la nostalgia y los focos de resistencia



Ayer domingo 20 de octubre fue el día de la Cultura Nacional, el aniversario 145 de la presentación en público de nuestro hermoso Himno Nacional. Fue un domingo como otro cualquiera en la ciudad de Sancti Spíritus, lo que implica alejamiento de las pocas zonas de vanguardia en la isla de Cuba. Un domingo chato como todos, aburrido y caluroso, a pesar de ser un octubre avanzado.

Me propuse dormir la tarde, alejándome del sol que se explota como un botellazo en las cabezas de aquellos que deciden salir a pasear, pero el vecino, sin previo aviso, encendió su stereo con las bocinas enfocadas a todo el barrio, y sin pensarlo dos veces arrancó con lo más popular de la música llamada del Ayer Reciente a todo volumen y con la desfachatez característica de alguien que quiere a toda costa divertirse de lo lindo.
En par de horas de oyente obligado, repasé todo el repertorio que llegó a nuestro país desde los años 60 hasta casi los ochenta; claro, la más popular de aquel entonces, lo que no quiere decir que la mejor.

Después, para remachar el clavo, luego de oír desde Rita Pavone, pasando por los imprescindibles Fórmulas V hasta José José, en la TV pusieron, para suerte mía, el clásico musical Los Paraguas de Cherburgo con su fabulosa banda sonora de Michel Legrand. No faltaba más, un domingo Yeyé desde mi alcoba, en busca del Xanadú, reino perdido.
Pero claro que se corre el telón; la edad traiciona y solemnemente comienzas a tararear todas aquellas melodías que te hicieron feliz en la lejana mocedad, tópico este que nos hace pensar en esa condición estética oculta que traen algunos eventos.

La nostalgia podría ser una zona de resistencia, sobre todo cuando la contemporaneidad hace una diferencia insalvable. Cierto que todo debe ser un proceso lógico, nuestros padres y abuelos añoran a Roberto Faz y la fabulosa música de victrola. Hasta aquí todo funciona de maravillas, y no puede ser de otra manera porque la vida, aunque no nos guste, es lineal.

Lo que me lleva a la reflexión es que estos focos, como en el que milita mi vecino, son focos alternativos de resistencia a la pseudo cultura musical que oficialmente se difunde en los centros de recreación, zonas bailables y se aloja cómodamente en las memorias flash de los jóvenes.

Mi preocupación es la siguiente: ¿Habrán focos de resistencia musical dentro de treinta años, y sentirán los que son jóvenes hoy, la melancolía que trae consigo escuchar aquellas canciones que nos alimentó la adolescencia? Lo dudo; y no estoy defendiendo a capa y espada la música que sostiene mi vecino, pues sabemos con certeza que casi toda era copia mala del panorama musical anglosajón; era lo que llegaba a la isla pasando una censura que nos impedía escuchar los originales y nos embarcaba en una parafernalia de cartón. Así nos salvaríamos del capitalismo en inglés, y nosotros, pioneritos delicados, no sufriríamos los embates ideológicos de una sociedad en quiebra en los años sesenta, como lo era cualquier país donde se hablara el idioma de Janis Joplin.

Pero aun así, los que peinamos canas, tenemos una carta bajo la manga: una nostalgia musical, verdadera o falsa, que nos hace recordar lo bueno y grande que era el mundo cuando enamorábamos muchachas en la puerta de la escuela escuchando a Los Mitos y a Juan y Junior.

Me da pena con los jóvenes de hoy, y no es un conflicto generacional, es un problema cierto y grave, pues hay jóvenes salvados, aquellos que se sostienen hoy con la buena música, nacional o foránea; pero son la triste minoría.

En realidad hoy en Cuba falta la ética sonora en la cual exista un trabajo de referencia que dicte, sin vetar nada, lo mejor y/o más estético que se realiza dentro y fuera de la isla. No pido que censuren el reggaeton, pues si esto sucede, hasta mi vecino cambiará la década prodigiosa por dicho fenómeno.

Sucede que en los años setenta nos gritaban en los oídos, por todos los medios posibles, que el Rock (en general toda la música en inglés) era producto de una sociedad enajenada, que producía un alejamiento de los valores reales y era, por supuesto, nocivo a una juventud como nosotros, que buscábamos (o habíamos encontrado) la fórmula del hombre nuevo. Y claro que no toda la música anglosajona era buena y no todo el Rock era de elevada estética, solo que en el mismo saco censurado entraba todo lo bueno y lo malo que pudo llegar y no llegó.

¿Entonces qué pasó? Pues no existe nada más enajenante que la aberración que se  promociona en todas las plazas musicales y por las redes oficiales. Claro, tristemente nada viene solo, y la avalancha de mal gusto musical viene de manos con la falta de educación formal, la ausencia total de sensibilidad para la verdadera cultura, la apatía y el cuchillo; pero estamos recogiendo lo que sembramos allá por los años sesenta, cuando además de prohibir la mejor música foránea, se le llamaba bitongos a aquellos que sostenían un comportamiento educado y con clase. Se les llamaba bitongos y gente con rezagos del pasado pequeño burgués a los ciudadanos decentes que daban las gracias, los buenos días y trataban de alejarse de la vulgaridad de moda, fenómeno que trajo a la larga la intolerancia, la violencia en todos los aspectos y la filosofía callejera del Bicho, la del tipo violento, de escasa urbanidad, incapaz de sostener una conversación, pero triunfador a su manera.

Que todo se trata de que los jóvenes de hoy no piensen mucho, no es nada descabellado, es un hecho que se demuestra día a día, o mejor, noche a noche, cuando veo salir de los clubes nocturnos de la ciudad a una masa desenfrenada y turbia, con los ojos perdidos y los sentidos bloqueados de tanto reggaeton y su ola de violencia.

Pero nosotros, los tembas de hoy, estamos nuevamente callados, mirando por nuestra ventana estos aires de terror y de escasos pensamientos. Si comparo a un joven de mi etapa de estudiante, incluso uno de aquellos que nunca disfrutó ni de Juan Manuel Serrat ni de Emerson Lake & Palmer, con cualquier muchacho reggaetonero de hoy día, veré con exactitud las carencias del joven de hoy; no aspiro a que escuchen a Bach y a Vivaldi, ese es un lujo que adquirí precisamente escuchando en mi juventud a las bandas de rock sinfónico, aquellas que en su momento tampoco eran difundidas por los medios oficiales. Entonces en un día como ayer, sagrado para la Cultura Nacional, escuchando la música de mi vecino, a sabiendas de que no es Serrat, ni Los Beatles, ni Elena Burke, tuve que sonreír y tatarear con nostalgia las canciones de Los Mustangs, Marisol y La Massiel, creando en mi cuarto otra especie de zona Vintage.

Hay muchísimos focos por toda Cuba, son los bastiones de los que no se resignan a escuchar lo que está de moda; pero me da pena con los jóvenes. Cuando estos chiquillos sean adultos y quieran recordar la música que los hizo libres, tendrán que acudir a toda esa manada de reggaetoneros que hoy ensucian el espectro sonoro de la isla. Me pregunto qué sentirán cuando siendo ya unos vejetes, en un domingo aburrido como este, busquen entre sus grabaciones y encuentren para ablandar la tarde, un disco de Wisin & Yandel y Daddy Yankee, y canciones que digan: te voy a poner rojo el agujero, temas que serán el sustento de su pasado, y el presente mío y de mi vecino.

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