
Lleva mucho, demasiado tiempo frente a su botella de
vino. Fue quizás el presente de un amigo, o el envío como aguinaldo de una
vieja navidad que ya ni recuerda.
La conoce perfectamente; puede repasar su forma
cuando duerme, recordar la coloración rojiza, imaginar el olor y el exquisito
bouquet que ella le ofrece. Ha estudiado a fondo la denominación de origen
Rioja y las bodegas Domecq; sabe la historia del Tempranillo, Graciano y
Mazuelo, las uvas permitidas para la
elaboración de su botella Marqués de Arienzo. Colecciona documentos y fotos que
le informan al respecto.
Alguna vez ha tenido el deseo de abrirla y probar ese
líquido sanguinolento que lo espera tras el cristal, pero siempre pone a salvo
su tesoro.
Disfruta, cuando
acaricia su cuerpo, como las manos frías se traslucen distorsionadas en el
líquido.
Ya no le importa nada; solo hundir la mirada en el
silencioso espejo que lo domina.
Hoy la desea sobre todas las cosas. Sostiene entre
las manos el descorchador, pero las fuerzas se le acaban; pues reconoce que
cuando se beba su botella de vino, tendrá que recurrir a la televisión, la
radio, la lectura y las falsas relaciones humanas, esos tontos inventos de la
gente común para poder sobrevivir en este mundo.
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