Se marchó. Nos dejó a todos boquiabiertos.
No se despidió de sus consortes ni de los miles de fanáticos que esperaban más.
Dejó encima de su cama una veintena de postales renacentistas, una botella de
miel, un cajón de bronce lleno de objetos rarísimos, una herradura de cuando la
toma de La Habana
por los ingleses y una deuda inmensa con sus seguidores que quieren más. Se fue
el zurdo sin avisar.
Y es que un tipo así deja huellas eternas.
Fue el único trovero que nunca hizo concesiones estéticas ni éticas. Con su
guitarra a la izquierda, y las cuerdas también alineadas arbitrariamente, logró
un manojo de canciones extrañas y certeras. Con aliento al rock sinfónico, al
cubaneo tradicional y sabe Dios de cuantas fuentes transparentes y ocultas, armó
su cancionero con o sin Gunila, cantando Vida,
Amigo dibujo, o las Nauseas de un fin de siglo aplastante.
Santiago Feliú nos enseñó a tocar el cielo
en sus noches de concierto, o al menos (vaya suerte) a tocar la piel de la
muchacha más bella utilizando su canción como pretexto.
Allí doquier esté, seguramente lo esperaron
los guardas de lo eterno con un ramo de rosas y una cajetilla de cigarrillos;
hubo una ovación y le dijeron que era el mejor guitarrero de la isla, cosa que
a él no le interesó mucho. Allí estará con su indumentaria de último hippie
cubano, pues ya todos se cansaron o se fueron lejos de esta isla que anuncia
con luces de neón lo controversial y efímero que es el estar vivo. Seguramente
en el hotel de la eternidad, en la puerta de su habitación llena de dibujos de
clavos de línea, teléfonos con vida y ángeles desnudos, habrá un cartel que
dice: Mi corazón no es un Iceberg.
Lo conocí hace mucho tiempo, allá en La Habana delirante de la Casa del Té; cuando las
canciones se aplastaban contra el pavimento y llovía diariamente.
Junto a una amiga común, nos vimos el día
en que regresaba de las selvas de Latinoamérica, más gago que nunca y con una
colección de canciones debajo de la manga.
Muchos años después, al terminar un
espectacular concierto en Sancti Spíritus, ya en un ruedo de amigos, el zurdo
me quitó el vaso de ron y dijo: voy a cantar algo para arreglar la noche.
Abrazó su guitarra siniestra y comenzó:
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