domingo, 11 de mayo de 2025

 Madres


Tengo un poema dedicado a mi madre Disney Martínez. Es el único que he podido escribirle, pues lo he asumido como un reto altísimo.

Hoy lo comparto para todas las madres del mundo, porque el amor maternal es un tesoro universal.

Le dedico mi poema, y siete textos de otros autores excelsos, a las madres cubanas que retuercen sus manos nerviosas cada día, tratando de encontrar una luz, una esperanza para sus hijos, un pedacito de felicidad en medio del caos.  

Un día habrá que levantar un monumento inmenso, abrumador, a esas cubanas que sufren estos días aciagos.

Esas manos frondosas,

creadas para atenuar mi falta de nobleza,

para ayudarme a evadir el reto de borrar 

la inocencia que desaparece a fuerza

de martillo día a día,

alguna vez se retorcieron de miedo,

de ira y desamor,

cuando sentían la sirena

o un golpe, digamos que demasiado rudo

en las tablas de la puerta.

Tal vez era el terror de sentir

que ya me iba,

que me llevaban a un lugar lejano 

a pagar mi rebelión.

Y se retorcían eliminando de una vez 

la bruma que a ras de suelo mezclaba 

nuestros pasos con la larga marcha 

hacia el abismo.

Esas manos casi transparentes

que oficiaron veladas,

simples ruegos a la fuerza superior

pidiendo por mi alma,

deben estar temblorosas todavía,

sintiendo que el mundo, mi mundo,

se fermenta y fríe en aceite quemado

mientras los supuestos ángeles del

estrado,

auscultan el cuerpo brillante

y deciden si por fin,

podrán nuevamente ser partícipes

de mi redención.

Disney Martínez

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Grandes poemas a la madre

Mírame, madre

José Martí

Mírame, madre, y por tu amor no llores:

Si esclavo de mi edad y mis doctrinas

Tu mártir corazón llené de espinas,

Piensa que nacen entre espinas flores.

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A mi madre

Edgar Allan Poe

Porque creo que en los cielos, arriba,

los ángeles que uno a otro se susurran

no hallan entre sus palabras de amor

ninguna tan devota como “Madre”,


desde siempre te he dado yo ese nombre,

tú que eres más que madre para mí

y llenas mi corazón, donde la muerte

te puso, libre el alma de Virginia.


Mi propia madre, que murió muy pronto

no era más que mi madre, pero tú

eres la madre de a quien yo quería,


y así eres más querida tú que aquella,

igual que, infinitamente, a mi esposa

amaba más mi alma que a sí misma.

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Madre, llévame a la cama

Miguel de Unamuno

Madre, llévame a la cama.

Madre, llévame a la cama,

que no me tengo en pie.

Ven, hijo, Dios te bendiga

y no te dejes caer.


No te vayas de mi lado,

cántame el cantar aquel.

Me lo cantaba mi madre;

de mocita lo olvidé,

cuando te apreté a mis pechos

contigo lo recordé.


¿Qué dice el cantar, mi madre,

qué dice el cantar aquel?

No dice, hijo mío, reza,

reza palabras de miel;

reza palabras de ensueño

que nada dicen sin él.


¿Estás aquí, madre mía?

Porque no te logro ver…

Estoy aquí, con tu sueño;

duerme, hijo mío, con fe.

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La Madre

José Lezama Lima

Vi de nuevo el rostro de mi madre.

Era una noche que parecía haber escindido

la noche del sueño.

La noche avanzaba o se detenía,

cuchilla que cercena o soplo huracanado,

pero el sueño no caminaba hacia su noche.

Sentía que todo pesaba hacia arriba,

allí hablabas, susurrabas casi,

para los oídos de un cangrejito,

ya sé, lo sé porque vi su sonrisa

que quería llegar

regalándome ese animalito,

para verlo caminar con gracias

o profundizarlo en una harina caliente.

La mazorca madura como un diente de niño,

en una gaveta con hormigas plateadas.

El símil de la gaveta como una culebra,

la del tamaño de un brazo, la que viruta

la lengua en su extension doblada, la de los relojes

viejos, la temible

y risible parlante.

Recorría los filos de la puerta,

para empezar a sentir, tapándome los ojos,

aunque lentamente me inmovilizaba,

que la parte restante pesaba más,

con la ligereza del peso de la lluvia

o las persianas del arpa.

En el patio asistían

la luna completa y los otros meteoros convidados.

Propicio era y mágico el itinerario de su costumbre.

Miraba la puerta,

pero el resto del cuerpo permanecía en lo restado,

como alguien que comienza a hablar,

que vuelve a reírse, pero como se pasea entre la puerta

y lo otro restante,

parece que se ha ido, pero entonces vuelve.

Lo restante es Dios tal vez,

menos yo tal vez,

tal vez el raspado solar

y en él a horcajadas el yo tal vez.

A mi lado el otro cuerpo,

al respirar, mantenía la visión

pegada a la roca de la vaciedad esférica.

Se fue reduciendo

a un metal volante con los bordes

asaltados por la brevedad de las llamas,

a la evaporación de una pequeña

taza de café matinal,

a un cabello.

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Con olor a canela

Alex Fleites

Mi madre y yo

hacemos equilibrio

en la línea del tren

mientras vamos silbando

canciones de lecuona


ella está tristemente feliz

porque asiste a la caída de la tarde

yo voy pisando fuerte  

muy derecho

porque soy el guardián

de la damisela encantadora

que es mi madre.


Esto sucedió hace muchos  muchos sueños

podíamos cantar hasta quedarnos

sin una gota de voz

y seguir cantando

con las manos  

los ojos

en aquel tiempo

mi madre era un vestido

repleto de flores

una mano en la frente

con olor a canela

entonces todo tenía que ver

con la belleza.

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Pedro De Jesús López


Oye frases el hombre de sus otros:

Que ave es pájaro —le dicen—, no fiera;

que abrigo contra el frío; y que en la guerra,

la fuga o el combate, todo es poco.


Así Dios y el arado, así el mosto,

la casa, los amores, las flaquezas…

Sin embargo, para sí, en la ausencia,

ni una frase tiene el hombre sordo.


Y solo y sordo de sí se recuerda;

vuelve a ser el que fue, el ignorante,

el silente glotón de tierra y piedra.


Nada existe más grande que callarme;

nada es bueno ni malo si mi abuela

me da harina en los brazos de mi madre.

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El buen sentido

César Vallejo

Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande.

Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar.

La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo y avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. Que soy dos veces suyo: por el adiós y por el regreso. La cierro, al retornar. Por eso me dieran tanto sus ojos, justa de mí, in fraganti de mí, aconteciéndose por obras terminadas, por pactos consumados.

Mi madre está confesa de mí, nombrada de mí. ¿Cómo no da otro tanto a mis otros hermanos? A Víctor, por ejemplo, el mayor, que es tan viejo ya, que las gentes dicen: ¡Parece hermano menor de su madre! ¡Fuere porque yo he viajado mucho! ¡Fuere porque yo he vivido más!

Mi madre acuerda carta de principio colorante a mis relatos de regreso. Ante mi vida de regreso, recordando que viajé durante dos corazones por su vientre, se ruboriza y se queda mortalmente lívida, cuando digo, en el tratado del alma: Aquella noche fui dichoso. Pero, más se pone triste; más se pusiera triste.

—Hijo, ¡cómo estás viejo!

Y desfila por el color amarillo a llorar, porque me halla envejecido, en la hoja de espada, en la desembocadura de mi rostro. Llora de mí, se entristece de mí. ¿Qué falta hará mi mocedad, si siempre seré su hijo? ¿Por qué las madres se duelen de hallar envejecidos a sus hijos, si jamás la edad de ellos alcanzará a la de ellas? ¿Y por qué, si los hijos, cuanto más se acaban, más se aproximan a los padres? ¡Mi madre llora porque estoy viejo de mi tiempo y porque nunca llegaré a envejecer del suyo! Mi adiós partió de un punto de su ser, más externo que el punto de su ser al que retorno. Soy, a causa del excesivo plazo de mi vuelta, más el hombre ante mi madre que el hijo ante mi madre. Allí reside el candor que hoy nos alumbra con tres llamas. Le digo entonces hasta que me callo:

—Hay, madre, en el mundo un sitio que se llama París. Un sitio muy grande y muy lejano y otra vez grande.

La mujer de mi padre, al oírme, almuerza y sus ojos mortales descienden suavemente por mis brazos.


2 comentarios:

  1. Hermosos poemas por nuestras madres. Gracias por propiciar la lectura.

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