sábado, 20 de septiembre de 2025

 


Silvio
Cuento de mi libro Corrosión del Acero.
Editorial Velámenes 2025


Puertas inmensas cerradas con doble candado, pórtico hirviente color sangre como el corazón del Leviatán.
El trovador levanta la aldaba y pide entrar al lugar que se le ha asignado después de partir inexorablemente al inframundo.

—Well well —dice el portero (los porteros del infierno hablan inglés) —por fin estás aquí. Llevamos años esperándote. Muéstrame tu ticket de entrada y sella la puerta detrás de ti. Sabrás que nunca podrás salir. 

En la cornisa está escrito: Abandonad toda esperanza. Sí, en verdad, hay una similitud con aquel infierno que leyó muchas veces en vida, y la esperanza se pierde. Fue un hombre culto, podría muy bien reclamar su parte entre los teóricos que una y otra vez machacaron el conocimiento contra esa puerta que ahora se cierra.
Una sala ancha, cargada de retratos iluminados en televisores digitales de 70 pulgadas; rostros de miles que como él, fueron sentenciados a entrar al recinto. Retratos parlantes, figuras móviles que en la planeidad de sus marcos, lo ofenden como en el corredor de la muerte que tantas veces vio en el cine.
Un personaje de enormes proporciones lo espera en el final del pasillo. Luce un traje bien cortado de finísima tela. Con sus largas y metálicas manos, con uñas como garras de águila, recibe el papel que el trovador le entrega. 

—Silvio, Silvio Rodríguez y Domínguez, cubano y cantautor.
-—Sí señor— Le contesta el músico, diminuto ante la figura del juez que impera en la desproporcionada sala que parece llegar al infinito.
— Sabes, desdichado, que estás en las puertas del Hades. De ahora y para siempre esta será tu morada. Solo queda decidir cuán terrible será tu castigo; más te vale que contestes todo aquello que te pregunte. Al nivel del infierno que se escoja para ti, deberás ir de mutuo acuerdo, pues si las dos partes no coinciden, irás para un limbo terrible hasta que purgues todo aquello por lo cual disentiste. 
— ¿Pero, por qué al infierno? —Reclama el trovador — ¿No puedo apelar hasta conseguir la entrada al paraíso? 
El juez ríe. 
—Para ti no hay paraísos, tampoco existen las explicaciones. Estás aquí por ley natural de tu vida. Si alguien tiene la respuesta eres tú; además, existe otra cláusula en vuestro contrato con el Hades: mientras más cuestiones tu estancia entre nosotros, peor será el castigo, pues tales inquietudes denotan un orgullo ancestral que te lleva a creerte merecedor de otro destino. Así, podemos comenzar. Háblame de ti.
Silvio siente un calor inmenso que le sube por los pies descalzos; sabe que está sufriendo intensamente, pero de una manera distinta a lo que él conocía: un abandono y lejanía nunca antes experimentada. 

—Yo fui, a mi modo de ver, un buen ser humano, un excelente ciudadano.
—Dime cómo lo sabes— le responde el juez. — Habla de las acciones que te llevaron a creerte tal cosa. 
—Fui bueno, nunca le hice daño a mi prójimo. 
— ¿Y tus canciones de guerra? Trata de recordar tus textos que hablan de fusiles listos para matar, asume que cientos de jóvenes de todo el mundo fueron a la guerra tomando tus canciones como himnos demoledores de barricadas y devastadoras incursiones. 
—Es verdad— contesta Silvio — pero del otro lado del fusil también había fabricantes de muerte, asesinos y dictadores. 
—Claro —dice el juez —pero este juicio es a ti, no a tus contrincantes; ellos, a su tiempo, tendrán su merecido. 
El eco del vozarrón del elegante juez retumba cual potente trueno sobre la estancia. Hay un silencio. 
—Es que soy poeta —musita el trovador. 
—Ah, poeta ¿acaso vosotros creéis merecer un paraíso solamente por el hecho de escribir versos? 
—No, señor, pero sí que cambiamos la realidad, creamos un universo paralelo lleno de símbolos y ensoñaciones. En la poesía todo es válido, pues el mundo del lenguaje admite los diferentes matices que le dan el poder, pero no necesariamente es un asesino un poeta que escribe sobre una espada ensangrentada. 
—Qué tonto eres Silvio Rodríguez —ríe el juez —intentas esclarecer la conducta de un poeta con herramientas humanas. Si en tu mundo las aberraciones idiomáticas pueden salvarte, aquí, en las puertas del infierno, la sangre será sangre y la muerte será muerte, escrita o vivida. Y no intentes darme lecciones de literatura, mucho más que tú he leído la obra de los hombres, y te confieso que casi todos han tenido que vérselas conmigo. Por ser poeta nadie merece el paraíso, pero por manchar el verso con palabrería, falsas emociones, cantos mal dirigidos, excesos de pasión, o  el uso continuo de la muerte como símbolo, estás ganando un puesto seguro en el Sheol. Tus canciones han desencadenado una terrible enfermedad entre los habitantes de tu isla; todo aquel que presume de inteligencia, deberá tararear tus textos hasta el cansancio, y te aseguro que no todos fueron textos loables, aunque te repito, no es la calidad lo que decide tu destino, ni te imaginas cuántos cantores, músicos y compositores conocerás en mis dominios.
Al cantautor le parece que han pasado siglos en la sala del juicio. Nunca se pudo imaginar que todo sería de esta manera. 
Las terribles e inmensas paredes se animan desde los retratos móviles. Como un video digital observa algunos momentos de su vida laboriosa y baldía. Allí están imágenes de sus conciertos, de sus bacanales y amoríos dentro y fuera de su isla, que ahora se le antoja como algo minúsculo.
—Bien — reanuda el juez— después de un breve receso, creo que te enviaremos a una zona del Hades colmada de tipos como tú. Gentes que vivieron del conocimiento, trovadores antiguos y modernos que no acomodaron su creación al verdadero espíritu que marcó su generación. Allí serás castigado eternamente a la falta de talento. Verás, frente a frente tu agonía, cómo se descompondrá tu alma pidiendo un poco de paz y de luz a tu camino que se llenará de odio y sinrazón. Entenderás, tardíamente, cuánta responsabilidad debe haber en el corazón de un músico. Nunca acabarán tus cuitas.
Repentinamente dos cuerpos tétricos y alados aparecen a ambos lados del juez. —Deberás firmar tu contrato. 
Silvio recibe un grueso pergamino. 
— ¿Estás de acuerdo con la sentencia? Recuerda que una negativa te llevará a peor destino. 
— ¿Nada más puedo decir? —Grita el trovador con desesperación — ¿Aquí termina mi vida y mis esperanzas de un futuro mejor y acaso no puedo protestar por esta crueldad? 
—Tú sabrás. Ten presente que puedes pasarla peor. Recuerda que no eres el mejor poeta ni músico que se encuentra entre nosotros. Han pasado por este salón, grandes compositores, profanos y sacros, excelsos poetas de la antigüedad, modernos cantores de la redención del ser humano e intolerantes capacitados en el arte de lo bello. 
— ¿Entonces, de qué valió mi aporte a la cultura de la patria? 
—Las patrias tienen su cultura garantizada, también su contracultura, ambas sobreviven en paz con tu música o sin ella. Cantan igual los que están a favor como los que están en contra, de manera que, si no respetas las dos afinaciones, nada contribuyes al bienestar del pueblo. 
—En mi patria tenemos un arte y una cultura magistral —dice Silvio. 
—No creo que sea magistral, simplemente podrían ser un arte y una cultura decente. Una cultura magistral necesita tiempo, siglos de vaivén, epidemias y turbulencias humanas, golpes de estado, tiranías insoportables, pensamiento cabal, huelgas, el pueblo en la calle lanzando proclamas libertarias, manifiestos y años, muchos años. He aquí la trampa, prisionero, no hay todavía una cultura magistral en la historia moderna; las naciones buscan la cultura, fabrican una cultura, crean los gérmenes, como en probeta, de un evento al cual se le llamará cultura nacional, pero no será más que una caricatura, colorines de una feria. La verdadera no es reacción, no es efecto, es causa de reacciones y causa de efectos en la sociedad; los griegos no convocaban festivales nacionales de poesía ni grandes programas culturales donde pudiesen invitar a los países vecinos, pues la poesía y los programas de cultura convivían con todas las clases sociales, pero aun así, el infierno está colmado de griegos. 
—Yo llevo el país por dentro —grita el trovador —entonces lo compongo, le arreglo las fisuras y le canto; así es cuando mejor me siento, mi país y yo. 
—Claro, es que eres un poeta, según dices —le contesta el juez con ironía. —Eres un repetidor de la memoria histórica pero al revés, desmemoriando la lógica, pero eso tampoco te librará del infierno, tenemos a muchos inquilinos que falsearon y cambiaron la historia universal, para bien o para mal, pero aquí están para siempre, tragándose cada día sus acciones. 

Encima de su cabeza, a varios metros de altura, descubre los rostros de miles de cantores que le hacen señales impeliéndole a aceptar su destino. Un Magnificat, última melodía creada en la tierra por algún compositor en pena, inunda la gigantesca antesala. 

Silvio firma horrorizado el pergamino 
—Después de tanta miseria en vida, nunca imaginé que me sentaría eternamente en la garganta del Diablo —Grita. 
—El Diablo no existe, prisionero —le contesta el juez. —nunca ha existido entidad alguna que podamos llamarlo con ese nombre. Aprende tu última lección: los Diablos e infiernos los crea el poeta con sus palabras. 
Se abre una trampa en el suelo, justo debajo del cantautor. 
Silvio cae irremisiblemente hacia su último recinto.

Se revuelca entre las sábanas en una sudoración terrible. Ya le han advertido sus amigos que tales pesadillas conducen al estrés, o en el peor de los casos, que el estrés lo encamina a las ensoñaciones. Nadie se pone de acuerdo sobre la causa y efecto, solo que el trovador se ha adaptado a convivir con todo un enjambre de malos sueños,  tan reales, que le provocan lasitud.
Se levanta triste; una pesadilla aplaca el deseo de vivir, al menos por toda la mañana.

Sus dedos han adquirido una dureza casi metálica del diario pulsar las cuerdas de su guitarra. Recuerda aquellas largas lecciones de principiante cuando llegaba a casa con los dedos rojizos; pero a todo se acostumbra el cuerpo. Ahora ha incorporado a sus reflejos incondicionados el zumbido que producen el índice y pulgar derechos, que han creado una superficie resguardada por una adarga natural contra los males de ojo y las desafinaciones.

De cierta forma el país es la ensoñación custodiada por elementos alados en las puertas del universo surreal. El caimán truculento, animal de tres cabezas que se impone con una fuerza distinta a las demás fuerzas de la esfera. Así, sin muchas expectativas se despierta en esta mañana. 

Dos o tres textos todavía pálidos y asustadizos cabalgan la deforme callejuela cerebral del cantautor. Quizás una buena canción sea el colofón de este extraño despertar. Unas copitas del buen whisky figura entre lo más selecto, un bigote sucio y chato de parir canciones y grabar discos en nombre de los miles de intolerantes que escuchan en el mundo sus canciones.

Oprimiendo el botón del sentido práctico, con un dedo en la oreja (a la vieja usanza), aplica la mejor sentencia: Ya vendrán mejores días.
Además, la vida trae dos o tres años de sopor; jura que en cualquier momento acudirán a su hogar los tres o cuatro millones de plebeyos que todavía lo aprecian de verdad, pero mientras tanto, preparará el momento con estos suaves y perfumados olores de la comodidad. Hay que vivir a pesar que los años duros, pero productivos.

Qué diablos, un viejo de mierda todavía puede pelear y pelear bien. Rascándose la panza y apretando el abdomen, piensa y se levanta.

Al pisar el piso, siente que el frío del mármol no es normal; entran, como puntillas, sensaciones congeladas que atraviesan su piel y suben por la planta de los pies.
En esa milésima de segundo que siempre sorprende a los humanos, recuerda otro momento similar.

Hace muchos años, en su famosa gira por la patria, en el concierto que ofreció en una ciudad que ya no recuerda, estando en plena actuación, sintió esa incomodidad atroz en sus pies.

Cantando Ojalá, los mismos clavos de hielo fueron subiendo por sus piernas. Sintió deseos de mandarlo todo al carajo y dedicarse a otra cosa, quizás estudiar medicina, ser chofer de taxi o ser el zar del proxenetismo en La Habana. Todas estas ofertas le parecían bien tentadoras. Mientras la canción fluía, y los miles de oyentes ni se enteraban qué pasaba por su mente, Silvio estuvo a punto de cancelar el concierto. Tuvo la certeza de que todo fluía demasiado bien, los músicos no se equivocaban, ninguno perdió el compás, y él cantaba tan mecánicamente, que fue capaz de pensar en otra cosa, incluido el invierno que subía por sus pies; pero la canción continuaba y nadie se daba cuenta de que él sólo quería reventar e irse lejos. 

Todavía era joven, fue  la mejor época del cantautor en Cuba, grandes giras, almas gemelas que se juraban fidelidad eterna escuchando Réquiem y Canción de la silla. 

Aquel malestar salió a flote: La plaza llena, ojos por toneladas a la expectativa, tentáculos que le nacieron en el pecho y se esparcieron por todos lados aplastando a los miles de fanáticos que coreaban sus canciones, sangre y bazofia que cayó del cielo para que la magia llegase a asombrar a los espíritus más incrédulos. Odió al público, se sintió tremendamente desamparado bajo las luces, pero tenía que seguir; el ideal del hombre nuevo no entraba solamente por los libros, era la música el mejor caldo de cultivo para la nueva concepción del mundo.

A pesar del frío piso, camina hasta la puerta evadiendo el hielo. Quiere su taza de café para sentir que la vida late en verdad.

Cuando se abre la puerta, el susto lo deja como piedra.
Una feria, llena de seres estrafalarios lo reciben. La casa no es su casa; una calle larga y llena de gente rara, envueltos en febril alboroto, lo miran con placer.

—Venga, señor. Aquí tiene su mejor mañana. Le haremos la oferta más tentadora que haya tenido usted en su puñetera vida —le dice un tipo muy gordo, vestido con un manto de colores amarrado con sogas a su cuerpo.
— ¿Dónde carajos estoy?—Pregunta.
—Pues en su barrio, en su vida. Mire, aquí tiene la oferta de hoy, y le aconsejamos que la acepte, pues no creo que pueda encontrar algo mejor.
Le muestran un enorme cartel, dibujado a mano y con grafía absurda:

SEA DON QUIJOTE POR UN DÍA

Bolitas de seda flotan en el aire, las campanas doblan en las torres de piedra, fundiendo el sonido con la escabrosa respiración de Silvio, que parece  un viejo motor de LADA.
Una mano de mujer lo arrastra hasta una pequeña y oscura salita, donde, recostadas a la pared, una docena de lanzas lo esperan. En el fondo del salón, en una soga, cuelgan amarrados, diez Sancho Panzas vivos, parlantes y de muy mal carácter.
—Escoja su lanza y escudo, su rocinante que lo espera en el patio, y su Sancho Panza; pague cien dólares americanos, en efectivo o en MLC, que convertidos en maravedís, es la suma exacta para que usted sea un buen Don Quijote. Hágalo rápido, porque los Don Quijotes se evaporan. No sea tan mierda en vida y empínese como un hombre honesto. Mírese al espejo, luce fatal.

Se siente incómodo; se mira en el espejo y advierte que está vestido con un jean Levi´Straus, botas bajas Timberland y la misma camisa negra con círculos blancos (vaya gracia) que usó en su pequeño concierto en la Asamblea Nacional del Partido Comunista en Santiago de Cuba hace muchos años. 

Silvio es ateo; posee una formación totalmente materialista, típica de la generación de los primeros años de la Revolución. Su concepción del mundo es simple: El poder está en el pueblo, la clase obrera representa el último grito de la sociedad perfecta.
Lentamente, en el devenir de los años, el trovador vivió un cambio sutil entre aquellos que le sucedieron en la farándula de la nueva canción. Sucesos ocultos transcurren cotidianamente, fenómenos estéticos y dobleces del espíritu salen a flote sin prisa pero puntuales. En los setenta, cuando su música comprometida, logró salir triunfante de su parcela y se esparció por toda Latinoamérica, era muy fácil mantener una posición radical en torno a la espiritualidad de tipo religiosa. Fueron tiempos duros, no todo lo que se decía o se cantaba llegaba a oídos afinados. Vio cómo excelentes compositores sucumbían ante las amenazas y encierros por esgrimir teorías de difícil comprensión. Había que cuidarse de las influencias, una tonalidad demasiado parecida al espectro rocanrolero anglosajón y todo se podía ir por la cloaca tan rápido que no daba tiempo a un grito de ayuda. Otra canción que tuviese matices religiosos podía desencadenar una ola de desgracias.

A pesar de toda la cantidad de filtros y de funcionarios prestos a destruir a toda costa cualquier intento de vanguardia, Silvio logró armar un corpus musical donde hilvanaba timbres tan disímiles como la sonoridad proveniente del sur latinoamericano. 

Una de las cualidades famosas de Silvio Rodríguez fue desde el principio, la ambigüedad de sus composiciones. El trovador formó parte de las preferencias musicales de intelectuales de izquierda, de derecha, comunistas, anexionistas, delincuentes y prostitutas, dirigentes idiotizados y agitadores marginales. 

Ya pasaron los tiempos de vagar por el malecón habanero cargado de libros exóticos y discos prohibidos. Ya pasó el tren de la mocedad hace muchos años. Ya partió, incluso, el avión de los granos dorados, la casa voladora llena de sueños y flores pegadas a las paredes, con una foto de Vallejo y un ataúd de porcelana junto a un melón de Castilla. Ya pasó Cuba y la noche, viuda como la describió el maestro. 

El mundo cambia, la juventud ya no es la misma de aquellos tiempos, cuando las muchachas se subían el vestido y llegaban al orgasmo oyendo Unicornio. Recuerda un pequeño concierto en La Habana, cuando tres chicas le pidieron que cantase Qué signo lleva el Amor, solo a guitarra; comprendió para qué servía la música, cuando terminado el espectáculo, se marchó con las chicas hacia un mejor pastizal. ¿Será ese  un rastro del cielo del que hablan los creyentes, como una anunciación o llave maestra para abrirle las entendederas a la gente? Eso es la trova, un arma eficaz para ablandar cerebros, y¬ joderse la vida de la forma más noble posible.

A pesar de su ateísmo, siempre fue un estudioso de los retruécanos de la religión. Estudió lo que pudo de la Biblia y otras historias paralelas. Siempre le atormentó la visión del cielo y el infierno que asumía el cristianismo y que frecuentemente aparece en sus pesadillas.
Los horizontes se encojen: universos enteros chocan y estallan a pocos milímetros de la piel con demasiada frecuencia. Sentado en el bar de un hotel de provincia podía pensar que de alguna manera él podría aspirar a algún tipo de cielo.

¿Lograría un tipo como él, después de muerto, alcanzar la gloria eterna, suponiendo que ese cielo existiera en realidad? 
¿Podría ser un verdadero Don Quijote?
Silvio recuerda su infancia y adolescencia en San Antonio de los Baños. Salta sobre un arroyo común, sucio y pequeñito, olfatea entre los puentes que conducen a la memoria de las cosas ocultas, se aparta del camino de donde venía lleno de oro, piedras preciosas y libros extraños traídos de lejanos mundos de caballeros negros y manchas en soles dobles, poblados de bichos resistentes y sólidos.

La escalera de su casa, los árboles frutales, la soga que un día tomó en sus manos para ahorcarse si lo regañaban nuevamente por sus llegadas tarde en la noche. Se acordó Silvio Rodríguez de sus medallas y honores por la cultura nacional, las ferias de la Europa que descubrió temprano. Su hija Violeta descansando de una filmación atroz, haciendo caritas frente al refrigerador, la madre de los tomates, el nerviosismo por la vida entera posando para los periódicos culturales de su amada Latinoamérica. Recordó las miles de chicas que lo sedujeron, la vez que en este mismo pueblo se acostó con dos argentinas en una habitación llena de humo. 

En una ocasión pernoctó en el aeropuerto Internacional de Miami toda una larga noche. Estaba de paso, e irremediablemente tuvo que esperar el amanecer en la mítica ciudad del anticomunismo. Su mayor deseo fue que nadie pudiese reconocerlo, pues él se sabía símbolo viviente de todo cuanto sucedía en Cuba. Era muy probable que, de ser avistado por algún vehemente cubano de derecha, su noche se complicara con un buen escándalo. Así pasó las horas atisbando a cada ciudadano que le pasara por delante. Jugó a ser o no ser reconocido, a observar atentamente las reacciones de aquellos que iban y venían. Un pastor protestante se le acerca y le regala un volante lleno de ángeles. Silvio dice Thank you. 
—No, soy cubano —le responde el clérigo —soy cubano, tengo mi congregación en Miami Springs, muy cerca de aquí; por las noches reparto literatura cristiana a todos los viajeros
—Ah, muy interesante —le responde Silvio.
— ¿Tú también eres cubano? 
—Sí, estoy de paso por Miami.
—Qué bien, ya sabes que el cielo espera por ti, y no hablo solamente de ese cielo que vas a ver en breve desde el avión, hablo de la mansión eterna, aquella que siempre estará abierta a todos los de buena voluntad para entender que Jesús los puede salvar. 
Silvio conservó la calma, no quiso discutir concepto alguno con el religioso, temiendo que todo fuese una jugarreta de la derecha miamense para armar un problema. 
—Gracias por sus palabras, estoy agradecido.
—No me agradezcas nada a mí, lee el boletín de mi iglesia y si puedes visítanos. —Le prometo leer su obsequio, más no podré visitarlo —Le responde Silvio. —— ¿Dónde vives?
—En Cuba.
—Ah en Cuba. Voy a pedirle a Dios por ti, que te ayude a sobrevivir.
—Gracias —le contesta Silvio —yo sobrevivo tranquilamente, soy músico 
— ¿Músico? Entonces tendrás que arrodillarte y pedirle a Dios que te ayude mucho. 
— ¿Por qué?
—Porque se requiere una gran vocación y valentía para cantar dentro de Cuba; creo que si fallas en cualquiera de las dos, tendrás que rendir cuentas algún día. Silvio no contestó. El clérigo se marchó tranquilamente, sin preguntarle al trovador su nombre, buscando otras almas vagabundas en el gran aeropuerto. 

Silvio observó cómo el religioso se perdió entre la muchedumbre. Quedose calmo, pero con una extraña visión en su mente que nunca más lo abandono. ¿Y si todo es verdad? Era la pregunta que más lo asedió en los años posteriores ¿Y si mi sólida filosofía tiene fallas y toda la angustia existencial del ser humano se resume a un cielo y un infierno? Llegó a la conclusión de que estaba frito, que en la efervescencia religiosa de aquel pastor protestante, se podía tomar una lección, pero no sabía cuál.

Se imaginó muchas veces, guitarra al hombro, cabalgar por espacios oscuros hacia un desfiladero que lo conduce al fin, un Hades cargado de culpas y miserias como aquellas que cantó, pero mucho más agudas, la terrible sensación de que todo fue mentira y que su vida no sirvió de nada.

En La Habana, siendo un adolescente todavía, llevaba noches sentado en la acera, sin comer, solo bebiendo café con ron. Después de meses dándose a conocer en veladas universitarias, sólo quería beber de fuentes distintas a lo acostumbrado; sabía que nada cambiaría sin una ofensiva mediante las artes, pero en el fondo de su corazón, se autoproclamaba un infeliz desamparado y sin futuro. De repente, un estudiante se acerca y orina a su lado sin la menor restricción ni pena; el joven se sacudió el pito tarareando una canción suya, y se marchó por donde vino, dejando al pobre cantante confundido y con los zapatos llenos de orine. Sintió deseos de matar, pero hoy, en este preciso instante en que despierta, comprende que nunca podría ser Don Quijote, y que desde hace muchos años ha comenzado el horrible juicio que acaba de soñar. 


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