Por la ventana entra una luz demasiado
fuerte como para soportarla por más de diez minutos. Afuera el paisaje rocoso,
a un lado, contrasta con el mar que parece entrar por la ventanilla opuesta. El
complemento de los opuestos es su rostro iluminado y con sabor a océano.
Su mirada no se detiene en ninguna de las
ventanas; apenas se sentó y el tren comenzó la marcha, bajó la mirada hasta los
pies de sus compañeros de viaje. Poco le importa los desniveles de las colinas
ni el oleaje teñido de azul intenso.
Alguna vez, quizás, se lanzó por los riscos
en pleno delirio y encendió hogueras internas para saciar su hambre de vida.
Compartió su pan y su queso con los más cercanos y tal vez disfrutó del sol en
sus brazos, mientras la montaña observaba severa. Pero nunca se sabe.
Si le preguntan dónde está Dios,
posiblemente no sepa contestar, pues Dios se esconde en algún lugar fuera de la
vista, alejado de estos seres que se suceden con puntuación de éter.
Una larga noche con Jazz y promesas de
guardar silencio; quizás un momento de silencio antes de las doce y la siempre
indecente despedida con un guiño. Pero nada es perfecto en este mundo. Algo
sucedió.
La joven abre sus ojos y apenas recuerda la
densidad del agua y la capacidad para repetir fragmentos de la vida en esa caja
que llamamos Recuerdos.
Podría pensar que sus historias se ahogaron
en las olas nocturnas, o algún pez
salido de las profundidades raptó su espíritu; mas, asusta su cuerpo con
menudos golpes y trata de abarcar el poco calor que trae la mañana.
Tiene deseos de llorar, pero se contiene al
saber que no hay nadie en su mente a quién invocar. Su desesperación consiste
en contemplar la soledad del paisaje. Sabe que es inútil hacer un gran esfuerzo
para poder recordarlo todo. No hay imagen delatora.
Por Dios, hace mucho que no sucede nada en
Coveta Fumá; o como ahora, los grandes sucesos son anónimos y faltos
de un público que asienta o disminuya el evento.
Las grandes ciudades cercanas no la
extrañan todavía. Miles de jóvenes buscan la apertura de un nuevo mundo con los
pies húmedos en la costa, dejando rastros de sémen y marcas en la arena, sin
saber que ella perdió su dirección.
Está perdida la muchacha en la costa y
nadie se despierta asustado, nadie mira al mar.
Recuerda que hace hace muchos años, estuvo a la sombra de un olivo y sintió como los brazos de alguien desconocido la levantaron y la llamaron por su nombre. Sabe que si recuerda aquel rostro, de una vez todo regresará como el oleaje; pero pasan las horas y solo siente el fuego de una hoguera.
Recuerda que hace hace muchos años, estuvo a la sombra de un olivo y sintió como los brazos de alguien desconocido la levantaron y la llamaron por su nombre. Sabe que si recuerda aquel rostro, de una vez todo regresará como el oleaje; pero pasan las horas y solo siente el fuego de una hoguera.
En algún momento de su historia, el eterno
narrador cometió un error o perdió con la brisa de la noche, la página donde
ella se encontraría con la felicidad y el asombro de estar viva. El narrador
marchóse callado y ella, cual personaje medianamente escrito, sale del letargo
sin la mano auxiliadora.
Si tan solo recordara su nombre, un
instante, una chispa pequeña.
Revisa su pequeño bolso de cuero; hay un
teléfono móvil y una foto pequeña en la que una niña, sentada en un diván
antiguo, sostiene entre las manos un reloj de arena. Descubre en el fondo del
bolso unas cuentas de vidrio, un billete de cinco euros y un papel arrugado
donde puede leer: …no pude decirte adiós…
Revisa la libreta de direcciones del
teléfono móvil, pero está vacía.
Sabe que debe marcharse de la playa, pues
las playas no son muy buenas cuando se pierde la memoria.
Quiere gritar, pero se contiene al pensar
que cuando la encuentra algún bañista o pescador, no tendrá mucho que contar, y
eso le traerá más problemas.
Camina mucho tiempo y logra divisar la
pequeña y vacía estación de tren. Espera y monta sin saber la dirección exacta.
Nadie se da cuenta que está sola; tan sola
como esos otros que se van a Alicante a descansar después de una noche de
juerga.
Nadie sabe que mira al suelo porque no
tiene a donde mirar, pues el paisaje se le antoja mudo y seco como esos hierros
que soportan la armazón del tren.
No hay comentarios:
Publicar un comentario