martes, 30 de julio de 2013

lya



Por la ventana entra una luz demasiado fuerte como para soportarla por más de diez minutos. Afuera el paisaje rocoso, a un lado, contrasta con el mar que parece entrar por la ventanilla opuesta. El complemento de los opuestos es su rostro iluminado y con sabor a océano.

Su mirada no se detiene en ninguna de las ventanas; apenas se sentó y el tren comenzó la marcha, bajó la mirada hasta los pies de sus compañeros de viaje. Poco le importa los desniveles de las colinas ni el oleaje teñido de azul intenso.

Alguna vez, quizás, se lanzó por los riscos en pleno delirio y encendió hogueras internas para saciar su hambre de vida. Compartió su pan y su queso con los más cercanos y tal vez disfrutó del sol en sus brazos, mientras la montaña observaba severa. Pero nunca se sabe.

Olvidó su nombre y amigos al despertar casi desnuda en las arenas de Coveta Fumá.


Si le preguntan dónde está Dios, posiblemente no sepa contestar, pues Dios se esconde en algún lugar fuera de la vista, alejado de estos seres que se suceden con puntuación de éter.

Una larga noche con Jazz y promesas de guardar silencio; quizás un momento de silencio antes de las doce y la siempre indecente despedida con un guiño. Pero nada es perfecto en este mundo. Algo sucedió.

La joven abre sus ojos y apenas recuerda la densidad del agua y la capacidad para repetir fragmentos de la vida en esa caja que llamamos Recuerdos.

Podría pensar que sus historias se ahogaron en  las olas nocturnas, o algún pez salido de las profundidades raptó su espíritu; mas, asusta su cuerpo con menudos golpes y trata de abarcar el poco calor que trae la mañana.

Tiene deseos de llorar, pero se contiene al saber que no hay nadie en su mente a quién invocar. Su desesperación consiste en contemplar la soledad del paisaje. Sabe que es inútil hacer un gran esfuerzo para poder recordarlo todo. No hay imagen delatora.

Por Dios, hace mucho que no sucede nada en Coveta Fumá; o como ahora, los grandes sucesos son anónimos y faltos de un público que asienta o disminuya el evento.

Las grandes ciudades cercanas no la extrañan todavía. Miles de jóvenes buscan la apertura de un nuevo mundo con los pies húmedos en la costa, dejando rastros de sémen y marcas en la arena, sin saber que ella perdió su dirección.

Está perdida la muchacha en la costa y nadie se despierta asustado, nadie mira al mar.
Recuerda que hace hace muchos años, estuvo a la sombra de un olivo y sintió como los brazos de alguien desconocido la levantaron y la llamaron por su nombre. Sabe que si recuerda aquel rostro, de una vez todo regresará como el oleaje; pero pasan las horas y solo siente el fuego de una hoguera.

En algún momento de su historia, el eterno narrador cometió un error o perdió con la brisa de la noche, la página donde ella se encontraría con la felicidad y el asombro de estar viva. El narrador marchóse callado y ella, cual personaje medianamente escrito, sale del letargo sin la mano auxiliadora.

Si tan solo recordara su nombre, un instante, una chispa pequeña.

Revisa su pequeño bolso de cuero; hay un teléfono móvil y una foto pequeña en la que una niña, sentada en un diván antiguo, sostiene entre las manos un reloj de arena. Descubre en el fondo del bolso unas cuentas de vidrio, un billete de cinco euros y un papel arrugado donde puede leer: …no pude decirte adiós…

Revisa la libreta de direcciones del teléfono móvil, pero está vacía.

Sabe que debe marcharse de la playa, pues las playas no son muy buenas cuando se pierde la memoria.

Quiere gritar, pero se contiene al pensar que cuando la encuentra algún bañista o pescador, no tendrá mucho que contar, y eso le traerá más problemas.

Camina mucho tiempo y logra divisar la pequeña y vacía estación de tren. Espera y monta sin saber la dirección exacta.

Nadie se da cuenta que está sola; tan sola como esos otros que se van a Alicante a descansar después de una noche de juerga.

Nadie sabe que mira al suelo porque no tiene a donde mirar, pues el paisaje se le antoja mudo y seco como esos hierros que soportan la armazón del tren.

Sola, definitivamente convertida en un punto imperceptible en el universo, solamente mece los pies en el asiento cuando en el fondo del vagón alguien pone una canción, y con la fuerza de la voluntad, espera alguna llamada apretando con fuerza el teléfono móvil.

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