miércoles, 24 de julio de 2013

Isla



Llegar a una isla es como abrir el horno y sacar un pan aceitoso y caliente.

La isla tiene cien palmas enterradas en el fondo del valle. Enterradas al revés; con los penachos en el fondo de la tierra, languideciendo junto a fetiches de las profundidades y mezclando lo poco que le queda de verdor con las aguas hirvientes del manantial.

Alguien avistó la isla. La pequeñez no da treguas; no hay descanso posible en un recinto donde el verano asoma los dardos. Todos saben de las raras emanaciones de la cueva central; allí donde se tejen los mantras para soportar el sol y afilar los cuchillos.
Cuando en la isla alguien calla, callan todos los isleños.


Cuando en la Isla una doncella canta, todos miran pasar el séquito en silencio.

Hubo respuestas piadosas a la hora de indagar por los frutales perdidos; aparatos extraños, traídos de lejanos reinos, ahogaron a las plañideras que se asomaban en la costa buscando tesoros enterrados hace siglos.

Llegar a una Isla es como llegar a la finisterra. Los colores cambian, la tierra bajo los pies se afloja y el alma busca el consuelo en los charquitos que reflejan el cielo.

Una tarde de estas llegar a la isla será como hacer un pacto. En el último segundo del sueño, cuando todo parece acabar, la isla aparece delante del paisaje surreal que nos domina, invadiendo todo el drama y recordando que siempre estará esperando por nosotros.

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