lunes, 9 de septiembre de 2013

Profesión



Temprano en la mañana el sonido del tren despierta a la ciudad. Primero es el silbido desde los arrabales, avisando a la estación su próxima llegada; después sucede un ruido sordo, como un ejército de tanques de guerra que se acerca.
Yo estoy  levantado. Me gusta ver como la calle, desierta en la mañana, va saliendo del letargo. Comienza el día con los vendedores, los policías, y el sol como una pelota de fútbol subiendo por el horizonte rojo y amenazante, anunciando como el tren, su llegada a la ciudad.
Siempre he tenido poca disposición para el trabajo, aunque mis manos duras y los dedos ásperos muestren lo contrario. Los días se van sin mucho esfuerzo físico, mirando como se despierta la ciudad,  viendo a las mujeres presumidas caminar bajo el sol y resolverle sus problemas.
Mis padres quisieron que estudiara medicina, pero soy alérgico a la sangre; cuando veo un charco rojo mis nervios se alteran y cierro los ojos para no imaginarme que me están desangrando en medio de la plaza mayor.
Terminé mi adolescencia sin estudiar. Cuando mi madre me ofendía diciéndome que era un vago, con lágrimas en los ojos, yo bajaba la vista y pensaba que algún día algo bueno pasaría con mi vida.
Mi padre fue un prisionero de las tropas de la UNITA; estuvo varios meses entre la vida y la muerte, hasta que en una batalla lograron rescatarlo y lo enviaron a Cuba como un héroe. Así vivimos de la fama por mucho tiempo. Una noche se marchó a La Habana para resolver problemas de trabajo, dijo él. Nunca regresó. Ese día el silbato del tren me dijo que algo no andaba bien. Mi padre se despidió con soltura, me puso entre las manos quinientos pesos y me pidió que cuidara a mi madre. Cuando el tren se perdió entre los arbustos, miré hacia atrás y ella estaba en medio de la línea, sola y cabizbaja.
Regresamos a casa a esperar los acontecimientos. Fue en ese instante cuando comencé a esperar el sonido del tren. Pero un día nos enteramos que mi padre se había marchado ilegal para los Estados Unidos.
Mi madre y yo nos miramos con perplejidad. Ella entró en el cuarto y encendió la radio; así estuvo muchos días, sintonizando estaciones extrañas, buscando noticias en otros idiomas sin entender nada de lo que hablaban. Ya no éramos héroes. En mi escuela los profesores me observaban con severidad, y mi vieja tuvo que trabajar duro en un restaurante para poder alimentarnos.
A veces, cuando el silbido entra a mi cuarto, me parece que viene de un tren inmenso que se pasea por las líneas de Estados Unidos, cargado de negros y putas, con mi padre entre ellos tratando de buscar pelea en cualquier momento.
Lo esperamos muchos años. Yo dejé la escuela y comencé a trabajar de ayudante de mecánico en un taller muy lejos de la casa.
Cuando la vieja murió, sola y con dureza en el rostro, volví a escuchar el maldito silbido. Casi amanecía y un silencio demasiado convincente inundaba la casa; pero nadie puede creerme que cuando el tren avisó su llegada, yo supe que algo estaba pasando. Pocos fueron al funeral. Mis tíos de Santa Clara me acariciaron, prometiendo que me ayudarían a seguir luchando. Nunca más los vi.
Ahora vendo dinero en la misma puerta de la estación de trenes. Muchas veces tengo que esconderme, pues me han hecho varias advertencias, amenazándome con enviarme a prisión si no me integro a un centro de trabajo.
Otros vendedores me dicen que hay lugares menos peligrosos en la ciudad, pues la estación siempre está plagada de policías y chivatos; pero yo no cedo mi espacio; aquí tengo algunos dineros para subsistir, me divierto al ver la gente que va y viene cargada con equipajes extraños, y tengo el maldito tren. Doy veinticinco silbidos por uno distinto, que me traiga buenas nuevas, porque cada vez que la locomotora se anuncia en la lejanía, me reviso los bolsillos, me palpo el cuerpo con mis duras manos para ver si estoy sangrando, y miro asustado a mi alrededor, porque sé que nada bueno me sucederá.

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