Temprano en la mañana el sonido del tren
despierta a la ciudad. Primero es el silbido desde los arrabales, avisando a la
estación su próxima llegada; después sucede un ruido sordo, como un ejército de
tanques de guerra que se acerca.
Yo estoy
levantado. Me gusta ver como la calle, desierta en la mañana, va
saliendo del letargo. Comienza el día con los vendedores, los policías, y el
sol como una pelota de fútbol subiendo por el horizonte rojo y amenazante,
anunciando como el tren, su llegada a la ciudad.
Siempre he tenido poca disposición para
el trabajo, aunque mis manos duras y los dedos ásperos muestren lo contrario.
Los días se van sin mucho esfuerzo físico, mirando como se despierta la
ciudad, viendo a las mujeres presumidas
caminar bajo el sol y resolverle sus problemas.
Mis padres quisieron que estudiara
medicina, pero soy alérgico a la sangre; cuando veo un charco rojo mis nervios
se alteran y cierro los ojos para no imaginarme que me están desangrando en
medio de la plaza mayor.
Terminé mi adolescencia sin estudiar.
Cuando mi madre me ofendía diciéndome que era un vago, con lágrimas en los
ojos, yo bajaba la vista y pensaba que algún día algo bueno pasaría con mi
vida.
Mi padre fue un prisionero de las tropas
de la UNITA;
estuvo varios meses entre la vida y la muerte, hasta que en una batalla
lograron rescatarlo y lo enviaron a Cuba como un héroe. Así vivimos de la fama
por mucho tiempo. Una noche se marchó a La Habana para resolver problemas de trabajo, dijo
él. Nunca regresó. Ese día el silbato del tren me dijo que algo no andaba bien.
Mi padre se despidió con soltura, me puso entre las manos quinientos pesos y me
pidió que cuidara a mi madre. Cuando el tren se perdió entre los arbustos, miré
hacia atrás y ella estaba en medio de la línea, sola y cabizbaja.
Regresamos a casa a esperar los
acontecimientos. Fue en ese instante cuando comencé a esperar el sonido del
tren. Pero un día nos enteramos que mi padre se había marchado ilegal para los
Estados Unidos.
Mi madre y yo nos miramos con perplejidad.
Ella entró en el cuarto y encendió la radio; así estuvo muchos días,
sintonizando estaciones extrañas, buscando noticias en otros idiomas sin
entender nada de lo que hablaban. Ya no éramos héroes. En mi escuela los
profesores me observaban con severidad, y mi vieja tuvo que trabajar duro en un
restaurante para poder alimentarnos.
A veces, cuando el silbido entra a mi
cuarto, me parece que viene de un tren inmenso que se pasea por las líneas de
Estados Unidos, cargado de negros y putas, con mi padre entre ellos tratando de
buscar pelea en cualquier momento.
Lo esperamos muchos años. Yo dejé la
escuela y comencé a trabajar de ayudante de mecánico en un taller muy lejos de
la casa.
Cuando la vieja murió, sola y con dureza
en el rostro, volví a escuchar el maldito silbido. Casi amanecía y un silencio
demasiado convincente inundaba la casa; pero nadie puede creerme que cuando el
tren avisó su llegada, yo supe que algo estaba pasando. Pocos fueron al
funeral. Mis tíos de Santa Clara me acariciaron, prometiendo que me ayudarían a
seguir luchando. Nunca más los vi.
Ahora vendo dinero en la misma puerta de
la estación de trenes. Muchas veces tengo que esconderme, pues me han hecho
varias advertencias, amenazándome con enviarme a prisión si no me integro a un
centro de trabajo.
Otros vendedores me dicen que hay
lugares menos peligrosos en la ciudad, pues la estación siempre está plagada de
policías y chivatos; pero yo no cedo mi espacio; aquí tengo algunos dineros
para subsistir, me divierto al ver la gente que va y viene cargada con
equipajes extraños, y tengo el maldito tren. Doy veinticinco silbidos por uno
distinto, que me traiga buenas nuevas, porque cada vez que la locomotora se
anuncia en la lejanía, me reviso los bolsillos, me palpo el cuerpo con mis duras
manos para ver si estoy sangrando, y miro asustado a mi alrededor, porque sé
que nada bueno me sucederá.
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