martes, 23 de abril de 2024


 Manos


Se acarician día y noche. Cuando estoy preocupado, feliz, o inmerso en cualquier tarea que me haga pensar, las dos se abrazan con devoción y apego, como demostrando que, si pertenecen al mismo cuerpo, deben asumirlo eternamente juntas; aunque asegurar que será una relación eterna, podría ser un riesgo. 

En mi juventud cometí muchas locuras. Cuando mi tío Alberto dormía, le robaba sus cigarros, y era precisamente mi mano derecha la que cometía la infracción. Muchas veces sentí el cinto de cuero aplastarse contra mi piel, castigado por robar y fumar, siendo casi un niño. El humo no es tan malo como dicen, y mi tío dormía como un guardabosque en la playa, y yo inhalaba nicotina escondido en el cuarto de los regueros con tanta felicidad que me creía adulto, y las cosas se ponían pequeñitas a mi lado, alcanzando a ver problemas futuros e indisolubles para una mente principiante. Entonces llegaba el tío, o la tía o mi madre, y en pocos segundos mi piel ardía como un volcán. 

Los vicios se alojan en una cajita de bronce en el centro del pecho, y allí sobreviven o mueren, controlados por un comité rector que reordena la maquinaria cada cierto tiempo, y según el informe diario, después de largas reuniones y debates internos, se cancela la estancia de los mismos o se les da residencia permanente hasta formar parte del engranaje. Nunca hubo un vicio tan feroz que aquel cuando descubrí en mi mocedad a aquella muchacha bañándose en el aguacero, rodeada de cordeles llenos de ropa que la lluvia volvía a humedecer sin que a ella le importara. El olor a hierba mojada me hacía palpitar como una droga en sangre. Su piel parecía llena de perlas que rodaban hasta sus pies descalzos, y la camiseta blanca, pegada a sus pechos, traslucía la esbeltez de su cuerpo y senos empinados como bolas de fuego. Mis manos se unieron por vez primera para apaciguar mis erecciones con una paja desbordada de placer, elaborando todo un guion donde ella me convidaba a retozar desnudos bajo la lluvia, y sus manos, que eran las mías, acariciaban mi pingÜita enhiesta y asustada, enfrascadas en la honrosa tarea de atender los reclamos de mi cerebro y ejecutar la orden de provocarme orgasmos. La chica nunca lo supo, pero yo lo viví, y traduje su cuerpo mojado en furiosos carnavales de semen que explotaban en el aire como fuegos artificiales. 

¿Qué temblor puede existir en estas manos que acarician y cumplen deseos de un cuerpo que es un todo? El bien y el mal están pésimamente diseñados, pero “el todo” es siniestro en su idea del mundo, asistiendo como buen paramédico los horrores de la adolescencia y el impulso de subir, subir, subir por la cuesta de las soledades.

Las manos son las perras de pelea del castillo, las testaferros que ejecutan los encargos de la corte, y por supuesto, disfrutan las acampadas glamorosas al palpar valles florecidos, y también sufren el comienzo de batallas, recibiendo los primeros proyectiles. Casi pierdo la mano derecha una noche en que un policía me la aplastó contra la acera. El tonfazo fue tan letal, que no pude reaccionar por una hora. Solo atiné a levantarme cuando el dolor había menguado un poco, y salí como una flecha a casa del doctor Herrera, el único médico que conozco que no tiene reparos en recibir en su casa a la gente que llega golpeada por la policía.

Mis manos se aman a pesar de todo, y es lógico; son las prolongaciones que ejecutan casi todos mis planes; saben que son parte de esa mancomunidad que lleva mi nombre, aunque a veces hacen cosas extravagantes.

Mi mano derecha tiene la deformación característica creada por el ensañamiento policial. La fractura del meñique y el anular ha dejado una curvatura extraña, como anunciando el advenimiento de un sexto dedo, y una cicatriz muy fea asoma en la piel, producto de la operación del doctor Herrera tratando de enmendar el desmenuzamiento de huesos y tendones. Es una mano muy fea, parece la de un boxeador jubilado o la de un esclavo egipcio que pasó su vida construyendo la pirámide de Keops. Pero son mías y no todo es malo. Desde que la herida fue sanando, mi diestra ha sido el foco de atención de Dayana, y cuando se acerca, besa la zona crítica, tratando de atenuar la falta de humanidad que una vez recibió.

Aquí está, jorobada y con leve desproporción, pero justamente encima de la herida, la huella de los labios de Dayana ha dejado un espacio color carmín que brilla con el reflejo de la luz.

Es tiempo de repensar, de plantearse un nuevo criterio de vida, pues la marca roja de ese beso encima del símbolo del odio, podrá traerme cierta dosis de consuelo y hasta ternura por mi desdichada mano. 

Dayana es una mujer con más cojones que cualquier hombre, una activista de pura sangre. Son tantas las veces que ha tenido rollo con la policía, que ya he perdido la cuenta de sus citaciones, altercados y amenazas.

Nos conocimos en una obra de teatro, donde para suerte mía, llegó y se sentó a mi lado. Hubo escenas tan fuertes, con movimientos corporales y escasa luz, que ella se aferró a mi mano derecha por vez primera y nunca más la soltó.
A la salida la busqué entre la gente para invitarla a un café u otra cosa que me propiciara tenerla cerca.

–Otro día– me dijo. –pero si quieres acompañarme esta noche, no te lo voy a impedir.
Acepté con ilusión, y me llevó hasta un muro descarnado frente al mar, y allí, sin preguntarme quién yo era, sacó de su bolso una brocha y una lata con pintura azul. En par de minutos el viejo paredón lucía la palabra LIBERTAD de cinco metros de largo, y cada letra semejaba a un volcán a punto de estallar, avisando el cataclismo con señales sobrecogedoras. Mi cabeza comenzó a dar vueltas, buscando en la noche la posible presencia de la policía y chivatos, pero no sucedió; solo la tranquilidad y los ojos chispeantes de la muchacha eran los dueños del performance.

–Me llamo Dayana– me dijo en total euforia. Creo que temblaba de felicidad, y allí, volví a sentir inexplicablemente, el olor a hierba mojada, y la imagen de aquella chica de mi adolescencia se cortó, como trabajado en Photoshop, y se pegó la radiante, indómita, disidente y hasta lasciva forma y volumen de esta mujer llena de puntitos de colores por todo su vestido negro.

Al presentarse oficialmente, tomó mis manos entre las suyas, y allí, por segunda vez creando una conexión, el color azul me manchó, me selló como un cuño para siempre. Es que las manos de esta cabrona y las mías son idénticas en la locura de marcas, cicatrices y dedos romos, en el sudor de la piel y en la sonoridad, porque los dedos de ella suenan como una cítara el pleno desmadre exótico. Cuando hay cuatro manos que tienen química, hay un problema resuelto: la comunicación por contacto.

Carajo, aquella noche fue única. En menos de una hora, sentados descaradamente frente al letrero, ya nos sabíamos nuestras vidas, nuestros deseos y sueños rotos. Hicimos el amor rodeados de cangrejitos y ranas que croaban como el coro del convento de Silos, hormigas que escalaban nuestras nalgas, y el letrero enorme que gritaba LIBERTAD gozaba de nosotros mientras nos acariciábamos y mi mano derecha exploraba dentro de su vagina, intentando llegar con el dedo índice y el del medio, torcidos como un tirabuzón, hasta el centro de su cuerpo, allí donde están las oficinas centrales para suministrar deseos, orgasmos y una leve dosis de palabras extrañas que no tienen traducción y que decimos con tremendo orgullo cuando estamos viniéndonos. 
Nos largamos en la madrugada, tomándonos media botella de ron barato, descalzos y altivos, pintando paredes con signos en contra del gobierno y dibujos profanos.

Dayana es una puta, una puta conceptual y llena de muñecos de papier maché. Es diseñadora de escenografía y atrezo. Sus manos están llenas de bolitas rojas que solo Dios sabe qué coño son, e imagino que le salen debido a tanto trato con telas y agujas. Yo, un relojero sin trabajo, intento utilizar con ella la implacable voracidad del tiempo, y no lo consigo. Dayana es atemporal, como suele suceder con los relojes de calidad, que pueden tener cien años de trabajo continuo, con sus rubíes y el áncora en plena juventud.

Mis manos siempre fueron las salvadoras de mi todo, hasta que un día me obligaron a dejar mi profesión por problemas políticos. Dayana ideó un plan para un nuevo grafiti, e inspirada en mis relojes, me propuso el muro de un edificio destartalado en la avenida Carlos III, donde pintaríamos un reloj enorme de color azul,  y que cada hora fuesen las letras que conformaran la frase BASTA DE ABUSO, y en el centro, donde se ubica la marca del reloj, las siglas PCC.

La idea era loca, pero genial. No tuve reparos y decidimos hacerlo; pero ella quería más, y en recuerdo de aquella primera vez cuando nos conocimos, me propuso templar y beber toda la noche frente al grafiti.

Compramos una botella de aguardiente y diez cervezas; preparamos la pintura, hicimos el diseño en un papel y consumimos mucho tiempo decidiendo la hora que íbamos a poner en el reloj. Después de larga discusión decidimos poner la hora del hundimiento del Titanic. Esperamos a que el vecindario durmiera, nos bañamos, y con la adrenalina en su punto más alto, salimos  a caminar, felices y enamorados de la ciudad, que destruida como una viejita antigua, nos regalaba lugares para ejercer nuestro activismo. 

Mis manos y las de ella se balanceaban en la escasa luz nocturna. La sombra de su cuerpo acariciaba la calle, y allí supe que, quizás, nos queríamos un poco. Ella adivinó mis pensamientos. –Cuando acabemos de pintar te voy a dar la singada más rica del mundo, y después, cuando regresemos a casa, vamos a soñar que en Cuba va a nevar– Me dijo con morbosidad revolucionaria, mientras los almendrones que pasaban le alumbraban las poderosas nalgas.

La vida es una mierda, lo sé. Llegó la policía apenas comenzamos a pintar en el muro. Posiblemente un chivato del barrio nos vio entrar sigilosos al caserón destruido y dio el aviso. En segundos nos rodearon y comenzó la pelea. Ella estaba registrada como reaccionaria, y lo primero que hicieron fue llamarla por su nombre, arrastrarla hasta el carro patrullero y darle una gran paliza. La sopetearon, le metieron las manos por debajo de la saya y amasaron sus muslos. Con terrible ira traté de impedir el abuso acercándome bajo golpes y ofensas, pero eran siete tipos prestos a todo y con impunidad total para hacer de nosotros lo que quisieran. 

Comenzó a llover en medio de la riña, y Dayana empapada se resistía. Yo veía sus manos blancas insistiendo en una caricia de las mías, un abrazo solidario que nos diera fuerza. Mientras los golpes sucedían lo que vino a mi mente fue un video clip de Madonna cantando “Hung Up”; imaginé el vergonzoso espectáculo policial como la puesta en escena del video, con los gendarmes golpeando al compás de la música en una danza macabra, mientras miles de militares aplaudían con cotorras posadas en sus cabezas, bebían y daban loas al totalitarismo, mientras un avión lanzaba toneles de mierda sobre el escenario. Todo eso pasó por mi mente en medio segundo, y me dio fuerzas para evadir algunos golpes. Logré zafarme y llegué hasta ella y pude arrancarla de los brazos de dos policías que evidentemente querían darse el hartazgo con su cuerpo, pero recibí el tonfazo en mi mano derecha, ese que me paralizó totalmente y me hizo caer de bruces sobre el fango. 
Algo sucedió; debe ser que de tanto alboroto el barrió despertó y se hizo evidente la violencia policial. El caso es que nos dejaron tirados en plena calle, ella sangrando con los labios rotos, además de varios golpes en su cuerpo, y yo con mi respectiva herida en la cabeza y la mano derecha totalmente inutilizada.

Nos fuimos caminando lentamente; no importó la lluvia, ni los golpes ni la posible delación de los chivatos que inundan La Habana. Tocamos en casa del doctor, que me atendió muy preocupado al ver el estado en que estaba mi mano. Tenía que operarme cuando bajara la hinchazón, y él lo haría muy gustoso, evitando que tuviera que ir a un hospital para no tener riesgo de infección por la suciedad y la mala atención, y donde quizás nos estuvieran esperando.


Cuando salimos, casi amaneciendo, el dolor en ambos había menguado debido a la medicación. 
Dayana ostentaba unos labios sanguinolentos e hinchados. Nos mirábamos fijamente mientras caminábamos. Hubo un momento de silencio.

–Cuando lleguemos a casa nos vamos a bañar y después vamos a tomarnos un buen café y dormir como Dios manda– me dijo bajito, para que los pajarracos que se balanceaban en los cables de la luz no nos oyeran.

Allí fue que comprendí la libertad, la extraña forma de los que nunca han tenido problemas con la memoria interna, con la motherboard del alma, allí donde se redactan las doctrinas personales y el modo de vida de los que jamás se arrodillan.

La humedad nos abrazaba vulgarmente, y los huesos medio rotos se olvidaron del dolor. Fuimos felices en la mugre de una ciudad que sufre; cantamos una canción de Sistem of a Down con la certeza de que habíamos hecho algo grande, y nos fuimos a casa muy contentos.

No hay nada tan hermoso como repetir una y otra vez una película que me gusta. No me cansa ver y seguir los diálogos, disfrutar el paisaje y la música de fondo de un filme de culto. Así ha sido mi historia con esta mujer. Ella es como un thriller hecho en Cuba, donde la acción, el dramatismo y el morbo conforman una súper producción en 4k y con miles de traducciones simultáneas.

Dos días después del encontronazo con la policía me botaron de la relojería por ser “desafecto” a la revolución, y he tenido que vivir arreglando relojes de forma clandestina, vendiendo ajustes de tiempo, aparatos que registran cada segundo para no desviarnos de la oscura y predeterminada linealidad de la existencia. 

Ella se larga mañana; fue expulsada de su trabajo y marcada para siempre en el listado de los disidentes peligrosos. Su familia hizo lo imposible para lograr que al menos, fuese medianamente feliz, alejada de la violencia y amenazas policiales, y le pagaron el pasaje a Nicaragua y un coyote carísimo que la acompañará hasta México y la ayudará en el proceso de entrada a los Estados Unidos. Me dice que apenas llegue a Naples, ciudad donde la espera la familia, sabrá qué hacer para sacarme, y que buscará el dinero necesario para que en poco tiempo yo pueda hacer el mismo trayecto. Ninguno de los dos sueña con irse, simplemente amamos estas calles llenas de baches y con olor a aceite quemado, pero no nos queda de otra. Si Dayana sigue aquí, en breve tendré que salir yo solo a pintar paredes pidiendo su libertad, pero ella no es mujer de prisión, pues su espíritu se apagaría, y entonces la vida fuese una mierda.

Pienso en sus manos, en las mías, en la marca de carmín que me dejó anoche y que ahora no quiero borrar.
Una señal de amor sobre otra de odio, puede ser como un tesoro que a veces no comprendemos del todo, y si un día la vida me tira al piso, esa marca podría salvar mi corazón del veneno de las miserias humanas y de la vergüenza de ser un hijo de puta.

En breve llegará a mi apartamento; traerá varios títeres fabricados por sus manos que la antigua compañía de teatro despreció por ser una mujer marcada por la Seguridad del Estado. Estaremos toda la tarde abrazados, ajustando nuestro tiempo con caricias, después nos dormiremos para quizás soñar nuevamente que caerá nieve en la ciudad.
 
Mañana, cuando estemos camino  al aeropuerto en un viejo y destartalado almendrón, sacaré de mi bolsillo un creyón labial, y en el trayecto por Boyeros le pediré que con sus labios embarrados del clásico carmín, repase cada centímetro de nuestros cuerpos, y le juraré que no me lo quitaré hasta el día en que podamos vernos de nuevo, para que sus manos y las mías vuelvan a ser lo que siempre fueron: cuatro manos en dos cuerpos que, a fin de cuentas, es uno solo contra el mundo. 

Entonces en un trineo bajaremos por Monte hasta llegar al verdadero Parque de la Fraternidad, y no habrá necesidad de estar escondiéndonos de chivatos y bergantes. Bajaremos dando alaridos, envueltos en bufandas verdosas, y en las aceras iluminadas, nos verán pasar la muchacha de mi niñez, que bañándose desnuda entre la nieve me dará un adiós con complicidad; estará mi tío fumador riéndose de mí, los policías avergonzados y siniestros, los títeres de Dayana bailando una conga, y un reloj enorme marca PATRIA  colgará en medio de la calzada, y al final llegaremos a un bar pintado de azul donde trabaja Dios, y nos dará la bienvenida diciéndonos: ¿Quieren cien litros de libertad? No tienen que dar nada, ya ustedes, junto a miles de cubanos, pagaron hace rato.  

6 comentarios:

  1. Bestial narración. La escena de los policías dando palo y Madonna bailando es genial. Así es Cuba, una escenografía ridícula.

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    1. Muchas gracias. Tiene razón, Cuba es un performance de pésimo gusto. Saludos.

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  2. Excelente!!Tus manos no tiemblan al escribir!!

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    1. Jajaja...No, no tiemblan. Gracias por sus palabras. Saludos

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  3. Lo adoré. Es la vida de tantos desde 1959!!! Tanta juventud maltratada, expulsada, perdida para la nación cubana. Qué será de Cuba, sin sus jóvenes?

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    1. Exactamente es así. La estampida de los jóvenes cubanos (y adultos también) ha dejado un vacío que, a estas alturas del caos, ya es imposible solucionar. Saludos.

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