EL EMIGRANTE ANTE EL ESPEJO
Por una extraña e inteligente vocación
del cuerpo,
cada veintiocho días nuestra piel es otra.
Muta como el fuego, devorándolo todo.
En diez años
la regeneración celular
nos habrá cambiado con tanta intensidad
que solo quedará el alma
como guarda de antiguos tesoros.
Por otra extraña, y no sé
si inteligente vocación,
en una década mi cuerpo no sabrá
nada de una patria escondida
en la garganta,
rodeada de pieles nuevas
pero oculta y sin posibilidad
de ser partícipe de la nueva encarnación
ni de ser reciclada como ente natural.
Podrá ser, quizás,
un mantra para invocar reflejos
del pasado
o un aria perdida entre las
partituras.
El insoportable fluido sanguíneo
no podrá recordar los sonidos
de la mocedad
ni la espiral que alimentó horas
de fuga
por los caminos ya vencidos
de mi patio.
No sabrá qué es un ciclón
ni una tarde en el arroyo
en la danza del claroscuro.
Desconocerá el sabor del
vino barato,
impulsado barranca abajo
en el portal.
Tampoco conocerá el hambre
ni la mísera estocada del tiempo muerto
cuando las hordas del poder
arañaban mi puerta
lanzando dardos contra las
estampillas coloreadas.
Mis nuevas manos no recordarán
las veces que fueron amarradas
junto al pozo,
ni la cuerda que apretó mi cuello
en la noche de todos.
No sabrán del temblor y la sudoración
cuando el censor amenazaba
omitiendo la ruindad de un país enfermo.
Tener un cuerpo nuevo tiene sus ventajas,
y solo,
para alinear datos
fugas
canturías,
quedará la mente registrando
la larga marcha
en la Finisterra
que ahora se antoja como
un viejo manuscrito
archivado en un bolso de viaje,
oculto entre los manteles desechables
del hogar.
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