miércoles, 27 de marzo de 2024


  Tres cuentos de mi libro

"Corrosión del acero"


I

(Encierros)

¿Estás listo? Me dices eufórica, terriblemente bella y semidesnuda en las puertas del hotel. 
No sé qué decirte; he tenido un día fatal. Llevamos media hora sentados en el lobby, comiéndonos la mierda habitual que sale de nuestras palabras. Son antiguas palabras ya gastadas por el tiempo, inútiles; pero están ahí acechando cada momento preciso para jodernos el día.
Ayer en la noche fue el clímax de nuestros problemas; no puedo comprender cómo, sentados a la mesa en el restaurante “Las Cruces”, justo en el momento del postre, vi cómo tu pie derecho entraba entre las entrepiernas de Jessy. Me sorprendí, no di crédito; y lo peor fue ver que ella disfrutaba tu empeine casi entrando a su vagina. 

Sentí lástima de mí y de Frank, que junto a su esposa, casi en orgasmo, me explicaba la importancia de la literatura Sueca.
Me imaginé el clítoris de Jessy embarrado de mermelada de fresa, pues aposté a que te untaste un poco antes de usar tu pie como taladro.

Eres una puta, un ser barato y pendenciero que va por mi vida causando estragos; te grité en el taxi de regreso, y el chofer reía con un veneno igual a la risa de Jessy.
Hemos pasado mucho. Anoche me juraste que a pesar de tus maldades y deseos de poseer todo lo que se mueve, me amas con locura; lo dijiste en el momento en que te lancé el cuchillo más afilado de la mesa. 

Juro que cuando volaba por los aires, ya descubría que yo era un imbécil, y que tu amor podría ser auténtico, que solo un mierda como yo, no comprendía tus deseos de vivir, tus ganas de robarle la billetera a todos mis amigos ricos y de follarle sus mujeres impecablemente putas.
Estamos cansados. Hemos peleado toda la noche, diciéndonos verdades y medias verdades en la cara.

Sé que en el fondo de tu sucia alma hay un sentido ético de tu existencia. Los dos queremos hacer algo para atenuar la guerra, pero nunca sabemos cómo podremos resolver esta mierda de vida. 

¿Qué te podría contestar? Ni sé, estás ahí, parada junto a mí. Hemos elegido el hotel de más glamour de la ciudad; todos nos observan. 

Mierda, sí, estoy listo— te digo.
Entonces con la elegancia que cada cierto tiempo aflora en nuestras vidas, nos trancamos en el elevador y apretamos el botón del último piso. Con un margen de suerte bien pequeño, nadie entrará a nuestro recinto, en el cual, con la cadencia de las poleas y esa sensación de irnos al cielo, te arrodillas y abriéndome el pantalón, te introduces mi polla en tu boca. Ahora, mientas disfruto de tu lengua tibia y tu saliva que me corre por las piernas, me da risa con Jessy, con Frank y con todas esas mujeres burguesas que te follas los jueves en la noche. 

Solo quiero disfrutarte mientras lames con furia, con la esperanza de que yo llegue al orgasmo y embarrarte toda la cara con mi esperma, antes de que lleguemos al piso 27.


‎II

   (Teoría de los viajes paralelos)

Sandra se revuelve en su asiento; el viaje le parece demasiado largo. Lleva seis horas de trayecto, y aún le queda mucho por andar.
Su desconocida compañera de viaje duerme plácidamente. Es madrugada, y en la negrura de la Yutong, la muchacha ha inclinado su cabeza y la deposita sobre su pecho. 
El paisaje cambia de prisa; los pequeños pueblos, ya dormidos, se le antojan tristes.

Es muy bella la chica. Sandra siente un morbo extraño; su sangre ha elevado la temperatura, y las manos frías quieren palpar esa carne suave y desamparada que ha pedido asilo inconsciente en su regazo. 

Nunca ha tocado a una mujer, pero siente que es el momento de saber, de experimentar esa otra vía para satisfacer su hambre de piel.
Lentamente va explorando el cuerpo de la desconocida; sus dedos comienzan un viaje desde los labios carnosos, y acompasados con los baches de la carretera, terminan entre las piernas de la chica que se van abriendo sutilmente y logran acariciar los muslos y hundirse en la húmeda vagina.

No quiere perder el control de su mente, pero la chicha aprieta los dedos de Sandra y los empuja más adentro hasta llegar al misterio gelatinoso de su interioridad. 
Vira hacia ella el rostro, y como un ave de presa, comienza a morder con furia sus labios. 
Todo está dicho. La escena transcurre en jadeos y mezcla de fluidos, mientras las dos lenguas se unen en un concierto de alientos y saliva común.
El aire se calienta; Sandra quiere más. 

¿Quieres más? Le dice a la chica.
Y sin pensarlo dos veces se tira de rodillas frente a ella, y abriendo al máximo las piernas de la joven, su lengua entra en la vagina; lame y disfruta los fluidos mientras recibe en su cabeza las caricias de esa muchacha extraña que empina la pelvis para que su lengua entre completa.
Todos duermen en la Yutong. Sandra, con la cara húmeda y los labios rojos, se levanta y abraza a la chica.

Soy Amelia. Ya me tengo que bajar en la próxima parada.
¿Me das tu número? Le responde.
No. ¿Para qué?

Amelia se baja en la oscuridad del campo. Sandra ve como un hombre corpulento la espera y desaparecen en las tinieblas.
Llega el silencio, meditación, risa interior.
Piensa en su esposo, en el viaje, en la vulva hirviente de Amelia.

En un bache terrible de la guagua  abre los ojos. 
Es casi de día; por la ventana se avizora la gran ciudad.

Has dormido mucho—  Le dice Ernesto.
Sí— responde ella asustada, tocándose los labios todavía húmedos.
Ya estamos llegando. Pronto estaremos en casa, cariño. 
Ella sonríe, mira el paisaje. Sus ojos brillan con los reflejos del día.
Qué lindo es el amanecer. Le dice Ernesto.
Sí, mi vida; muy bello.


III

(El circo de lo imposible)

¿Quieres un helado, un café, una malteada en la cima del mundo? Me dices con voz entrecortada.
Es tarde, el carrusel da vueltas sobre el eje, y los globos en el aire emigran hasta el cielo despiadadamente. 
Música infernal.

Has estado todo el día callada, rencorosa.
No, no quiero nada.
¿Serás tonto? 
No sabes que tu vida y la mía, han estado girando como ese carrusel, cayendo al abismo cual montaña rusa, gris como el helado barato.

Vamos a girar—  Te digo. — vamos a hundirnos como esos barquitos hasta el infierno. 
Pero no hablas, no dices que somos como el payaso de la puerta, que cobra la sonrisa. Qué jodidos estamos.
Qué jodidos estamos. Gritas.

Y el circo se detiene. La estrella y el domador de fieras se detienen. Los animales amaestrados y el mundo se paralizan con un silencio abrumador. Los globos que suben al cielo parece que esperan por nosotros.

Somos niños—  Prosigues.
Son niños, niños tontos— Nos grita el domador.
Y en el momento en que voy a responder, todo comienza a moverse en retroceso, el carrusel, el domador, los globos que retornan a las manos, la música infernal, el mundo que regresa a su origen.

Y nos volvemos niños, niños de teta, sin asomo de odios ni erotismo. Llegamos al parto y entramos en la vagina de nuestras madres, al semen paternal.

Y allí en la soledad, sin sueños ni guerras, hay otro payaso en una puerta blanca que nos dice: 
Gracias por su visita al mejor circo del mundo; por esta vez la estancia ha sido gratis, pero regresen, vuelvan otro día.



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